Por José Carlos García Fajardo*
Los políticos se llenan la boca con la palabra “Estado”, como si ese concepto fuera equivalente a justicia, libertad, solidaridad, bondad o armonía. El mundo antiguo no conoció las “fronteras”, como las entendemos desde el Renacimiento. Ese concepto era tan abstruso y carente de sentido como para muchos pueblos la “propiedad de la tierra”. Entre los pueblos que ocuparon las tierras de los romanos, no se daban reyes de territorios, sino de gentes: de los lombardos, de los francos, de los godos. Eran itinerantes y regulaban el disfrute de las tierras en beneficio de las familias, los clanes y de la comunidad. Por eso no tenían templos. Sus dirigentes supremos eran elegidos y se mantenían en el poder bajo el entendimiento de que serás rey mientras actúes rectamente, cuando dejes de hacerlo, dejarás de serlo. No había necesidad de “destronarlos”. Cuando un rey caía cautivo ya no obligaba ni representaba a nadie. Su derrota y la cautividad eran como si les hubieran rapado el pelo o mesado la barba, pruebas evidentes de que la protección divina ya no estaba en ellos. Cuando los nobles elegían a un rey le recordaban “cada uno de nosotros vale tanto como tú y que todos juntos podemos más que tú”.