george soros
   George Soros

Por Alejandro Sánchez-Aizcorbe

Hace algunos días, escribí: “El odio crece en proporción directa al crecimiento económico. ¿Por qué?” Un lector me preguntó si existía una fundamentación lógica para establecer aquella especie de proporcionalidad negativa. Evidentemente no existe, aunque ya se esté intentando medir la felicidad y la infelicidad y los factores que las generan.

 

Fue tan sólo una intuición de mi parte sobre el modelo neoliberal de crecimiento económico porque hace que la vida sea muy fácil:

De lo que se trata es de destruir al otro en el caso de los empresarios y de venderse más barato que el otro cuando se es proletario. Hoy en día, el proletariado calificado incluye las profesiones liberales.

Es loable el acto de hundir la libra esterlina para enriquecerse en una noche como hizo Soros a costa del sufrimiento del pueblo británico.

Prostituirse lo transforma a uno en trabajador de la industria del sexo. Convertirse en soldado o mercenario es una excelente opción pues de esa guisa se esparce la democracia a costa de exterminar seres humanos.

Comer comida basura es casi heroico puesto que gracias a su ingesta desaparecen los bosques y la vida sobre el planeta (palma tropical).

No hablar con nadie de nada por temor es el primer mandamiento. Callarse la boca —como me aconsejan algunos amigos— para conseguir trabajo en las universidades donde reina la libertad de cátedra, es decir, la búsqueda de la verdad, es el justiprecio de acceder a la calma de los claustros.

Acribillar negros desarmados es culpa de los negros desalmados.

Defendemos la monarquía de Corea del Norte porque somos socialistas. En la banda opuesta, exigimos que de una vez por todas se retapice de bombas Corea del Norte —pues ya se tapizó una vez— y que si es necesario Venezuela se llame y sea Siria.

El nazismo y el fascismo gozan de extraordinaria salud. Es más, constituyen la única alternativa viable para frenar la inmigración ilegal, aunque Alemania la requiera masivamente y de todos los colores para que dentro de veinte años su población económicamente activa no se reduzca a una cifra que significaría la desaparición de Alemania como estado nacional.

Es recomendable cometer genocidios económicos con las políticas de austeridad dejando morir ancianos y niños por falta de atención médica. Por ausencia de amor. Se garantiza absoluta impunidad y despliegue de sonrisas.

Es un signo de status social que nuestros vecinos sean narcotraficantes de esos que causan cientos de miles de muertos en la eterna guerra contra las drogas —México, Colombia, Perú y Chile son países-modelo, imperativos categóricos. A los narcotraficantes debemos servirlos diligentemente como están acostumbrados a servir los pongos de todas las nacionalidades.

Los muchachos y muchachas del pueblo, por su propio bienestar, deben ignorar los logaritmos que manejan sus vidas desde las capitales financieras del planeta.

Sólo la cocina peruana salvará al Perú. La cocina de comida y de cocaína. Mostrar el ultimo platillo y los vinos que ingerimos habiendo hambre a la vuelta de la esquina es una muestra de savoir vivre.

Se trata del goteo hacia arriba, del aumento de la productividad y del terror al desempleo a punto de angustia inaguantable, a punto de explosión súbita y matanza de niños en las escuelas, de asesinato de gente en los cines, en las tiendas. Se trata, a fin de cuentas, de la sociedad distópica del siglo XXI.

Ampliando la definición de distopía que dio John Stuart Mill a propósito de la cuestión irlandesa, diré que una formación social distópica o cacotópica es “algo demasiado malo para ser practicable” pero sin embargo real. Uno de los ejemplos más comunes de distopía es el tráfico en las grandes urbes, que ha obligado a varias universidades alemanas a embarcarse en el proyecto de construir helicópteros unipersonales para los proletarios o ejecutivos de mando medio.

Venda medicamentos pero no prevea ni evite enfermedades puesto que si las prevé y evita no vende medicamentos. Haga que todo el mundo se vista igual y piense igual con su antidepresivo, su ansiolítico y su somnífero en la cartera o bolsillo. Coma pescado contaminado con heces y plástico, carne de pollo y de vacuno criados con antibióticos que nos hacen resistentes a los antibióticos justo cuando urge que nos hagan efecto.

Reproduzca en las tiernas mentes de los adolescentes la falaz dicotomía de ganadores y perdedores.

Y no se olvide, amigo votante, amiga contribuyente, de suprimir la disidencia, de encarcelar pensadores, de sobornarlos con las propinas del nobel —en un mundo de trillonarios, como he dicho en otro sitio, un nobel es una propina poco generosa para el mesonero (venezolanismo allí donde un peruano diría mozo y un español mesero).

Hay, hermanos, que aceptarlo todo con tal de vivir un día más y, si se puede, convertirse en caporal de los condenados a muerte. Hay, hermanos, que aceptarlo todo en nombre del progreso, la familia, el Estado y la propiedad (ajena). En lo que atañe a usted, camarada proletario o camarada ejecutivo de mando medio —son sinónimos—, endéudese por el resto de sus días. La usura, el interés compuesto, le traerá el placentero beneficio de la impotencia sexual.

Creo yo que algunos de estos hechos, o percepciones de hechos, sustentan, aunque no demuestran matemáticamente, el que me haya atrevido a escribir: "El odio crece en proporción directa al crecimiento económico." Que la historia sigue su curso es ineluctable. No cabe la menor duda de que existen modelos económicos alternativos que pueden conducirnos a la sustitución del neoliberalismo tóxico con sus guerras permanentes por un modo de vida que perpetúe natura en vez de suprimirla y con ello lograr que existamos muertos en vida. También es indudable que nadie se va a conformar con una sociedad de amos y esclavos como la descrita por Hegel y celebrada por Fukuyama, salvo que se arrasen poblaciones enteras como los romanos arrasaron Cartago, como los ejemplos que obran ante nuestros ojos en este mismísimo instante en cuanto encendemos la computadora y avivamos el seso.