De la hipocresía del periodismo y sus vergüenzas
Por David Rodríguez Seoane*
¿Qué pensaría de un político que comienza su discurso apelando a los altos valores de la democracia y termina su verborrea animando a sus seguidores a que cometan fraude electoral para favorecer sus intereses personales? ¿Qué opinión le merecería que en unos grandes almacenes, por ejemplo, presentasen en los escaparates de sus establecimientos una imagen luminosa y cuidada de los productos en venta cuando en las trastiendas no hay más que manufacturas en mal estado?
Por David Rodríguez Seoane*
¿Qué pensaría de un político que comienza su discurso apelando a los altos valores de la democracia y termina su verborrea animando a sus seguidores a que cometan fraude electoral para favorecer sus intereses personales? ¿Qué opinión le merecería que en unos grandes almacenes, por ejemplo, presentasen en los escaparates de sus establecimientos una imagen luminosa y cuidada de los productos en venta cuando en las trastiendas no hay más que manufacturas en mal estado?
Eso es exactamente lo que ocurre con muchos periódicos de todo el mundo cuando en sus primeras páginas se publican alegatos contra la prostitución y en las últimas, decenas de anuncios de contactos. Prostitución sí, pero del periodismo.
En las últimas semanas, varias cabeceras españolas han dirigido su atención sobre una industria criminal que fomenta la esclavitud sexual y el tráfico de personas. El caso del Raval, el antiguo Barrio Chino de Barcelona, ha sido una de las últimas cruzadas que la prensa ha aprovechado para denunciar con grandes titulares y fotografías a cuatro columnas una realidad preocupante para la que tampoco las leyes demuestran eficacia ni control. Pese a todo, lo criticado en portada pasa en la sección de “clasificados” como una irresistible oportunidad de hacer caja. Al fin y al cabo, en los días de prisas y empujones en los que vivimos pocos llegan tan lejos en su lectura de prensa.
Vicente Romero, periodista de los servicios informativos del ente público TVE (Televisión Española) y corresponsal en importantes acontecimientos históricos como las guerras de Camboya y Vietnam, aplica en su blog, para hacer visible tanta “desfachatez y desvergüenza”, el mismo argumento que defiende la existencia de los anuncios de contactos. En su ejemplo, la publicidad podría difundir también los servicios de otras organizaciones “tan respetables” como las dedicadas al tráfico de inmigrantes sin papeles o al blanqueo de dinero negro. En dicho caso, nadie debería rasgarse las vestiduras ni alterarse lo más mínimo si cualquier día, las últimas hojas de su diario soportan proclamas como las siguientes:
“Trabajadores clandestinos se ofrecen por debajo del salario mínimo. Hacen de todo sin limitación de horarios y duermen en un sótano'. ‘Invertimos sus sobornos en un paraíso fiscal. Rentabilidad segura. Experiencia acreditada”.
Tras un anuncio por palabras, como cualquiera de los cientos que ofrecen, en cada edición, los servicios de una prostituta en periódicos de mayor o menor tirada, pueden darse dos delitos establecidos en el Código Penal: proxenetismo y trata de personas. A la vista de cualquier lector están las pruebas. Epígrafes tan habituales como “Gemma, 22 años. Elegante, sensual y muy atractiva” o “Brasileñas espectaculares. Complacientes y discretas” esconden una verdad, muchas veces solapada, en la que el sexo de la mujer es convertido en un objeto de compraventa que reporta un lucro incesante para un proxeneta sin escrúpulos o para una empresa que opera cobijada en la sombra. En el 90% de los casos no son autónomas, sino autómatas a las órdenes de las mafias que las explotan.
No importa que sus páginas estén escritas con tintes progresistas, conservadoras, revolucionarias o incluso que sean afines a una determinada religión. Cuando hay dinero de por medio la mayoría se olvidan de las ideologías, de un supuesto código deontológico, de juicios morales y de valores tan importantes para el ejercicio del buen periodismo como la credibilidad y la honestidad. Prefieren caer en la incoherencia y la hipocresía mientras siguen guareciendo actividades criminales.
En España ha surgido el debate en la calle y entre la clase política para determinar si este tipo de anuncios se prohíben en los medios de comunicación, de una vez por todas, o se atienen a una regulación más estricta que elimine, el menos, las imágenes y las descripciones de marcado contenido sexual. Ahora, que se ha conseguido esa reflexión falta que las soluciones se concreten y no se queden, como para tantas otras cosas, en agua de borrajas.
Con nuestro permiso e indiferencia hemos normalizado un hecho sonrojante que deja al descubierto las vergüenzas y los trapos sucios del periodismo. En nuestras manos está asumir el error y las reprimendas y lavar la conciencia y la buena praxis de una de las profesiones más bellas del mundo.
*Periodista
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En las últimas semanas, varias cabeceras españolas han dirigido su atención sobre una industria criminal que fomenta la esclavitud sexual y el tráfico de personas. El caso del Raval, el antiguo Barrio Chino de Barcelona, ha sido una de las últimas cruzadas que la prensa ha aprovechado para denunciar con grandes titulares y fotografías a cuatro columnas una realidad preocupante para la que tampoco las leyes demuestran eficacia ni control. Pese a todo, lo criticado en portada pasa en la sección de “clasificados” como una irresistible oportunidad de hacer caja. Al fin y al cabo, en los días de prisas y empujones en los que vivimos pocos llegan tan lejos en su lectura de prensa.
Vicente Romero, periodista de los servicios informativos del ente público TVE (Televisión Española) y corresponsal en importantes acontecimientos históricos como las guerras de Camboya y Vietnam, aplica en su blog, para hacer visible tanta “desfachatez y desvergüenza”, el mismo argumento que defiende la existencia de los anuncios de contactos. En su ejemplo, la publicidad podría difundir también los servicios de otras organizaciones “tan respetables” como las dedicadas al tráfico de inmigrantes sin papeles o al blanqueo de dinero negro. En dicho caso, nadie debería rasgarse las vestiduras ni alterarse lo más mínimo si cualquier día, las últimas hojas de su diario soportan proclamas como las siguientes:
“Trabajadores clandestinos se ofrecen por debajo del salario mínimo. Hacen de todo sin limitación de horarios y duermen en un sótano'. ‘Invertimos sus sobornos en un paraíso fiscal. Rentabilidad segura. Experiencia acreditada”.
Tras un anuncio por palabras, como cualquiera de los cientos que ofrecen, en cada edición, los servicios de una prostituta en periódicos de mayor o menor tirada, pueden darse dos delitos establecidos en el Código Penal: proxenetismo y trata de personas. A la vista de cualquier lector están las pruebas. Epígrafes tan habituales como “Gemma, 22 años. Elegante, sensual y muy atractiva” o “Brasileñas espectaculares. Complacientes y discretas” esconden una verdad, muchas veces solapada, en la que el sexo de la mujer es convertido en un objeto de compraventa que reporta un lucro incesante para un proxeneta sin escrúpulos o para una empresa que opera cobijada en la sombra. En el 90% de los casos no son autónomas, sino autómatas a las órdenes de las mafias que las explotan.
No importa que sus páginas estén escritas con tintes progresistas, conservadoras, revolucionarias o incluso que sean afines a una determinada religión. Cuando hay dinero de por medio la mayoría se olvidan de las ideologías, de un supuesto código deontológico, de juicios morales y de valores tan importantes para el ejercicio del buen periodismo como la credibilidad y la honestidad. Prefieren caer en la incoherencia y la hipocresía mientras siguen guareciendo actividades criminales.
En España ha surgido el debate en la calle y entre la clase política para determinar si este tipo de anuncios se prohíben en los medios de comunicación, de una vez por todas, o se atienen a una regulación más estricta que elimine, el menos, las imágenes y las descripciones de marcado contenido sexual. Ahora, que se ha conseguido esa reflexión falta que las soluciones se concreten y no se queden, como para tantas otras cosas, en agua de borrajas.
Con nuestro permiso e indiferencia hemos normalizado un hecho sonrojante que deja al descubierto las vergüenzas y los trapos sucios del periodismo. En nuestras manos está asumir el error y las reprimendas y lavar la conciencia y la buena praxis de una de las profesiones más bellas del mundo.
*Periodista
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