Los tránsfugas en el tiempofernando_rospigliosi_6.jpg

Por César Hilebrandt.


No hay nada más peligroso que alguien que se muda al otro extremo.

No conozco a un solo converso político que haya terminado en el centro y aceptado la mesura o suscrito un cierto escepticismo. Todos marchan a las antípodas con el paso marcial de quienes, por fin, han descubierto “la verdad”. Y hablan como pontífices sobre su nueva fe.

Es lógico: para matar el pasado, para auto borrarse, para no recordar qué fueron ni qué tuvieron que abandonar, se necesita la máxima severidad. Se diría que un extremismo sólo se olvida adoptando otro.

Y ese es el caso del señor Rospigliosi. Quienes lo recuerdan en Andahuaylas, adoctrinando a campesinos desde el púlpito de un comunismo dispuesto a tomar las armas, no pueden creer que hoy sea un empleado de la embajada de los Estados Unidos.

Porque lo más grave de todo no es que Rospigliosi haya solicitado a los gringos que hicieran algo para evitar que Humala llegase al poder. Lo más grave es habernos enterado, por fin, oficialmente, que el señor Rospigliosi tiene una empresa que surte servicios rentados a la embajada de los Estados unidos.rosa_maria_palacios_4.jpg

No crea el señor Rospigliosi que porque la señora Palacios lo trata con benevolencia y el señor Raúl Vargas con servilismo, ha salido ileso de este episodio. Su ingreso en la planilla de los estadounidenses compromete seriamente su papel de columnista independiente y sus aires de repartidor de indulgencias.

¿Qué pasaría si mañana alguien descubre que un columnista del diario La Primera es un asalariado de la embajada de Cuba? ¿No pondrían el grito en el cielo las señoras Palacios y los señores Vargas de toda esta comarca? ¿A que sí? Pero, claro, Rospigliosi es ahora de los suyos. Y a los suyos la prensa del sistema los arropa, los alivia, los cose y los desinflama cuando se accidentan. La verdad es que es triste, gremialmente tristísimo, el espectáculo.

Rospigliosi estuvo en Vanguardia Revolucionaria, preparando la revolución bolchevique que haría que millones de peruanos fueran tratados como Stalin trató a los desafectos. Rospigliosi se opuso a los contratos de Cuajone firmados por el gobierno militar, al que consideraba entreguista y burgués.
 
Cuando murieron cinco mineros en los sucesos de Cobriza, mina propiedad de la Cerro de Pasco Corporation, allí estuvo Rospi alentando la sublevación que llegaría del campo a la ciudad.

Es curioso que en esta época Gilberto Hume, hoy entregado a Willax TV, la televisión dorada de los empresarios mineros, fuera director del área cultural de Vanguardia Revolucionaria y fotógrafo de una revista ultra que la encarnaba.

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 Raúl Vargas
Es también casi divertido recordar que otro radical como Dante Vera, compañero de ruta de Rospigliosi y Hume, trabaje hoy codo a codo con la gran minería aurífera. Es como si trataran de explicar, con los métodos más drásticos el pecado de haber sido radicales de izquierda. Les parece una pesadilla haber querido incendiar el establecimiento al que ahora sirven como guardaespaldas o cajeros.

Rospigliosi abandonó un día Vanguardia Revolucionaria. ¿Desilusión? ¿Madurez? ¿Necesidades prácticas? No se sabe. Lo cierto es que no abandonó sólo a esos “verracos”. Cambió de traje, de norte, de aire, de piel y de lenguaje. Y un día apareció en Caretas. Hasta allí todo bien. Tuvo una labor destacada en la revista de los Zileri y parecía haber aterrizado en un centro más o menos cínico y distante de todas las pasiones.

No se sabe en qué momento fue solicitado por sus propios demonios. El caso es que acudió a la cita y pactó con ellos. El primer síntoma de que algo había pasado fue cuando, como jefe de prensa de Alejandro Toledo, salió a decir que Zaraí no existía como hija del candidato “porque existen resoluciones judiciales” que determinaban la no paternidad de su jefe. “Todo esto forma parte de una campaña de desprestigio”, dijo. Y así lo consignó el diario La República.

Y cuando Toledo tuvo que admitir que sí, que Zaraí era su hija, no es que Rospigliosi se apareciera a brindar explicaciones. Se blindó, como hace siempre, en su hosquedad (ceñudo, áspero e intratable) altisonante y en su teatral capacidad de ser grosero. El que Toledo lo premiara con algunos cargos fue un gesto de explicable gratitud. El que se deshiciera de él cuando así convino era algo esperable luego de lo del arequipazo y la censura.

Lo que no es cierto es que ambos se distanciaran. Conservaron una discreta relación y coincidieron plenamente a la hora de minarle el camino a Ollanta Humala. Toledo hablaba del salto al vacío, mientras PPK participaba en la delictiva campaña para lograr la disparada del dólar y el terror financiero.

Cuando a mí me echaron del canal 2, en febrero del 2006, la razón que me expuso el emisario de Ivcher que me anunció la rescisión del contrato fue que yo “no me acoplaba a la política del canal”. ¿Y cuál era esa política? Pues demoler, con todas las armas imaginables, a Humala. Y, en la segunda vuelta, convertir a García en el hombre providencial que nos salvaría del holocausto.

Siempre supe que Rospigliosi estaba a sueldo de la embajada estadounidense. La verificación de ese dato no me ha sorprendido. Lo que de veras me ha sorprendido es la conducta de la mayor parte del periodismo. No es que se trataba de linchar ni de maldecir. Bastaba con ser decente. Como Jaime de Althaus, por ejemplo, que ha tenido la hombría de bien de hablar desde la indignación sobre este tema.

Qué vergüenza, en cambio lo sucedido en Prensa Libre. O lo escuchado en RPP y Radio Capital. O lo leído en La República, donde el mismísimo Rospigliosi se atrevió a usar el diario que fundara Gustavo Mohme Llona para justificarse y asumir una autodefensa sin matices.

La conclusión es esta: tanto en la prensa como entre el público, la capacidad de indignación o no existe o está en mínimos. Y ese es síntoma de una inmensa crisis de valores. Y esa crisis de valores nos hace tercermundistas militantes, subdesarrollados crónicos, bárbaros sin remedio. Porque el desarrollo no solo consiste en exportar y vender. También consiste en instaurar un sistema que se acerque lo más que se pueda a los principios de la honestidad.

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