Familia desmemoriadaalberto_fujimori_10.jpg

por Joao Guimaray


Casi harapiento y con estómago vacío, llegó desde el otro lado del mundo a la casa de una numerosa familia. Dijo que tenía hambre y sed. Le dieron de comer y beber. Dijo que quería trabajar y estudiar. Le dieron trabajo y educación. Dijo que era honrado y trabajador. Entonces, le entregaron todas las llaves de la casa. Él les miró sólo de reojo. Y, mostrándoles su asimétrica y extraña sonrisa, se dispuso a recorrer por los patios, pasillos, escaleras, habitaciones, depósitos, sótanos, azoteas y jardines.

Lo primero que hizo, fue pintar, decorar y amoblar el salón de fiestas. Casi toda la familia le aplaudió. En el momento en que lo estrenaban entre música y tragos, él incendió la pequeña biblioteca. Libros, revistas y valiosos archivos se redujeron a ceniza. La mayoría de la familia calló. Prefirió ignorar que ya no tenía biblioteca. Apenas se escuchó protestar algunas voces, pero nadie hizo caso.
 
Más tarde, pintó los pasillos, enceró las escaleras, limpió los balcones. Y cuando la alborozada familia loaba, alababa y endiosaba, él abusó de la inocencia de las doncellas y envenenó el aire que respiraban los niños. Otra vez, alguien advirtió. Otro protestó. Pero los demás prefirieron callar. Decían que él estaba ordenando la casa.
 
Luego, pintó la fachada, arregló los retretes y lustró los pisos. Los miembros de la familia, no sabían cómo agradecerle. Le crearon canciones, le escribieron loas de alabanza, le entonaron himnos de gratitud. Escuchó que coreaban su nombre por todas partes. Y él, inmensamente feliz: fornicaba con las casadas, mataba a los padres, perseguía los esposos, torturaba a los hijos y desaparecía a los nietos.
 
Mientras una parte de la familia no cesaba de endiosarle, él vendía las joyas de la abuela, remataba los cuadros del abuelo, violentaba todas las purezas, deformaba todos los códigos, alteraba el aroma de la lógica, contaminaba la fragancia de la estética. Se apoderaba de todo cuanto había de valor en casa. La familia que lo había consentido, creía que él ya era parte de ella, aunque él, jamás había olvidado su procedencia y nunca se había desligado de sus raíces. Ni siquiera a la casa que la cobijaba, ni a la familia que le había dado todo, las sentía como suya.
 
Todo le habían confiado a él, pero él había ocultado todo. Ni siquiera el nombre con el que se hacía llamar, había sido su nombre. Ni la sonrisa que mostraba, había sido original. Tampoco la mujer a la que decía amar, había sido verdad.
 
Un día descubrieron en el jardín, fosas llenas de cadáveres. Madres, esposas e hijas reconocieron restos de sus seres queridos. Entonces, ante la presión de la parte decente de la familia, alegó su inocencia chillando como un mamífero euterio, pero al final, incluso confesó que su verdadero nombre había sido Kenya.
 
A pesar de todo, algunos miembros de la numerosa familia seguían creyéndole. Vivaban su nombre, clamaban su inocencia, recordaban que él había puesto orden en la casa. Le agradecían por haber arreglado el retrete y pintado la fachada, pero no recordaban ninguna de sus fechorías. En sus mentes no estaban registradas las conmovedoras imágenes de las víctimas ni el doloroso llanto de los deudos. Había sido una familia desmemoriada, casi nesciente y sin amor propio. Había sido la familia establecida en la parte centro occidental del gran pueblo sudamericano. Había sido, la familia peruana, él los había llamado, simplemente, ‘perguanos’.

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