Catedrático de Estudios Árabes (ABC, 20/03/11):
Por Serafín Fanjul

En los últimos años de su vida don Claudio Sánchez-Albornoz, asustado ante el cariz que iba adquiriendo en Andalucía la rearabización de guardarropía y subvención, publicó en periódicos varios artículos de divulgación histórica con el fin de alertar y concienciar a la población española del contraproducente dislate en que políticos oportunistas y personajes más comerciantes que intelectuales estaban sumiendo a nuestro país, en aras de restaurar una imaginaria justicia histórica en la que la España real era desconocida y marginada, cuando no escupida, por gentes cuyos conocimientos eran tan reducidos como enormes sus ambiciones. Los arabistas que, a la sazón, tenían autoridad y medios para contribuir a la clarificación permanecieron mudos: no convenía luchar contra la corriente, por mucho que discreparan en la intimidad de la falsificación arrasadora.

 


El intento de don Claudio pasó inadvertido, por su fallecimiento, que impidió su continuidad, por escribir en diarios del norte que raramente llegaban a Andalucía («Acaso no hayan sido muy leídos al sur de Sierra Morena los ensayos en que desarrollé lo sabido sobre la realidad de la historia andaluza…», se lamenta el historiador) y, sobre todo, porque la avalancha contraria era demasiado fuerte. El pánico a de-sentonar con la moda, junto con la exaltación del tribalismo de taifa y sus pingües beneficios, indujo a parafrasear, para el propio coleto, a Quevedo: «Con la islamización… ¡chitón!». So pena de ser condenados al ostracismo moral —y lo que es peor: editorial— por los beatos adeptos de la nueva doctrina.

En horas veinticuatro el islam, en bloque y sin matices, fue prohijado por el progresismo hispano como parte de la «España perseguida por la reacción» y, de inmediato, canonizado en altares laicos, en batiburrillo deprimente: Blanco White, junto a los alfaquíes que persiguieron a Maimónides o Averroes; Antonio Machado, quemándose a la fuerza en la pira que Almanzor dedicó a los libros de al-Hakam II, los hosannas al pacifismo aureolando las degollinas de infelices campesinos cristianos en las aceifas estivales que organizaban los emires cada año, mientras pudieron. Monumento a la incongruencia, al desconocimiento y al olvido —por cierto— de las durísimas y hasta insultantes opiniones (insultos puros), documentos, escritos que los dirigentes comunistas, socialistas, republicanos dedicaron a los moros durante la Guerra Civil. Esta sí fue una reconversión industrial: el soplo benéfico del progresismo reconvirtiendo al islam —porque así convenía— en paradigma de tolerancia y pacifismo.

Hasta el 11 de marzo de 2004, berrido que nos despierta y testifica que tanta simpleza exige, al menos, aclaración y matices. El islam no puso las bombas de Atocha, pero sí —al parecer— los autores fueron musulmanes que decían actuar por y para su fe. Y, sin embargo, el embajador de Rodríguez en Washington —Sr. Dezcallar— se dispone a festejar el próximo 23 de marzo los mil trescientos años de la invasión árabe-musulmana en el Encuentro «East meets West» del Virginia Military Institute (Lexington, Virginia). No será el único. Y si todo quedara en abrazos protocolarios y retórica de circunstancias, bien estaría la cosa. Pero no, topicazos, medias verdades y la imagen folclórica e inane de la España forjada por los anglosajones protestantes están garantizados: «Una fusión entre dos mundos que empezó hace 1.300 años (…). Únete a nosotros para conmemorar las brillantes contribuciones resultantes de mezclar las culturas orientales y occidentales. El programa abordará el crucial relato de aquellos gloriosos hechos, cuando cristianos, judíos y musulmanes florecieron codo con codo en la Europa occidental, construyendo una sociedad que iluminó las Eras Sombrías…», reza el anuncio. Y todo a ese tenor.

Las dudas sobre al-Andalus —que una mera fecha nos induce a suscitar— empiezan por el comienzo mismo: la forma, el lugar y hasta los protagonistas. El profesor Joaquín Vallvé demostró hace años algo con claridad: la inconsistencia de las noticias y de la verdad oficial admitida en torno a la conquista árabe. La etimología de Gibraltar, la batalla del Guadalete y la misma existencia del personaje histórico Táreq ibn Ziyad quedaron en entredicho. Y otros muchos detalles anejos. El desembarco había sido por Cartagena, y la famosa rota visigoda habría tenido lugar en el Campo de Sangonera. Sin llegar a una conclusión definitiva sobre el asunto —Vallvé lo hace, y con fuertes razones— algo está muy claro: la fragilidad y falta de credibilidad de los cronistas árabes, respecto a los primeros tiempos de la Conquista, es clamorosa, empezando por que más bien se puede hablar de fuentes históricas que de crónicas en sentido estricto, fuera de la ordenación temporal. Díaz del Castillo, Cieza de León o Francisco de Xerez vivieron e historiaron los acontecimientos, fueron testigos de los mismos, en tanto que estos autores árabes escriben dos, tres, hasta nueve siglos (al-Maqqari) después de lo que narran. Y gustan de entreverar leyendas, chascarrillos, exageraciones, como si fueran historia. Pero no se trata de arremeter contra ellos, que, al fin, hacían lo que podían.

El problema es otro. Hace años que al-Andalus se ha convertido en diana fija de islamistas fanáticos y árabes en general, sean cuales sean sus intenciones inmediatas y visibles, máxime en el presente tobogán de inestabilidad que se corre por el norte de África como mancha de aceite, enarbolando la espada de internet, pero siempre con la amenaza islámica de fondo. Han cambiado los métodos, pero no los objetivos ni las convicciones de los actores. La recuperación de al-Andalus hace años que dejó de ser ensoñación chistosa de poetas para trocarse en objeto tangible de codicias colectivas. Palestina, primero —como meta más acuciante en orden cronológico y por imperativo geográfico—, y al-Andalus, en tanto que continuación del destino manifiesto de expansión islámica, constituyen los dos polos de atracción de islamistas moderados y extremosos. Al-Andalus desempeña un importantísimo papel, de bandera ideológica y refugio sentimental que justifique cualquier irracionalidad y sinrazón del tipo «como fue nuestro, es justo que lo recuperemos». El resultado de esta clase de juicios arbitrarios solo puede resultar desastroso, si se insiste con contumacia de neófitos, por parte española, en la resurrección del conmovedor y tierno al-Andalus que nunca existió. En otros tiempos, no demasiado lejanos, arabistas de primer orden como Asín Palacios o García Gómez pudieron disfrutar el lujo de embellecer y adornar su visión de las parcelas de al-Andalus que tocaban porque, de aquella, no había en España ni en el resto de Europa peligro islámico de ninguna clase y por ignorar cómo se utilizarían a posteriori, años después de su muerte, para recrear en la práctica un pasado detestable. Una cosa es dedicar un recuerdo amable y lo más documentado posible a esa parte de la historia de la Península Ibérica —como hemos reclamado en alguna ocasión—, y otra olvidarnos de quiénes somos realmente. Miro a mis antepasados y no veo más que gallegos, asturianos y leoneses: lo mismo que casi toda la población de Cádiz, Sevilla o Granada.