por Desco

En 2002, el Acuerdo Nacional definió como política de Estado la «erradicación de la violencia y el fortalecimiento del civismo y de la seguridad ciudadana», a partir de la que se creó el Consejo Nacional de Seguridad Ciudadana-CONASEC. Tras una década de la declaración, es poco lo que se puede señalar en términos de logros y, por el contrario, existe la percepción generalizada de que en los últimos años la criminalidad y violencia han crecido exponencialmente en el país, principalmente en las zonas urbanas.

 

El gran impacto mediático de dos hechos de violencia ocurridos en Lima –el ataque a la familia de un congresista y el caso de la niña Romina– motivaron al propio Presidente de la República a sesionar con los representantes del CONASEC, apurando la presentación del Plan Nacional de Seguridad Ciudadana 2012-PNSC. Más que una muestra de liderazgo –como se anunciara entonces– lo que se revela es una actitud reactiva. Desde entonces es poco lo que se avanzó. Para empezar, solo 37 de los 132 municipios distritales de la Región Junín y apenas 11 de 43 en Lima Metropolitana han cumplido con presentar dentro de los plazos previstos sus respectivos planes de seguridad ciudadana.

Aunque los homicidios, robos, secuestros extorsivos y delitos sexuales aumentaron respecto a 2010, un dato importante del diagnóstico del Plan está referido a la violencia doméstica, que con un índice de 58% supera a la violencia delincuencial, que alcanza el 42%. En función de estas cifras, el plan se propone reducir los niveles de victimización a nivel nacional de 45.5% al 30%. El enfoque de promoción de la convivencia pacífica entre ciudadanos dista mucho de la realidad de la inversión pública en seguridad ciudadana, orientada en general a personal de patrullaje y sistemas de vigilancia, antes que a programas preventivos, por ejemplo.

Una carencia importante respecto al PNSC 2012 –y en general a cualquier iniciativa para revertir la situación de la inseguridad– tiene que ver con la falta de registros sistemáticos y data confiable para monitorear cambios y –quizá lo más importante– trabajar con las organizaciones ciudadanas en la orientación de las inversiones necesarias y adecuadas. El proceso participativo del Plan de Lima se ha propuesto como un primer paso en este sentido, al recoger los diagnósticos y expectativas de los vecinos de las Limas, que en buena medida respaldan la información disponible respecto a que la sensación de inseguridad tiene un fuerte soporte en los peligros cotidianos en los barrios, relacionados a las necesidades de acondicionamiento urbano y la falta de espacios públicos de calidad, así como también a la falta de oportunidades entre los jóvenes luego de concluida la formación escolar. Queda por verse en qué condiciones –concluido el proceso– el instrumento de planificación de una «Lima para Todos» incorpora enfoques distintos para decidir e invertir, ampliando los criterios actualmente existentes, que se agotan en salidas como la mejora operativa de las fuerzas policiales o de los serenazgos. Sin un cambio sustancial de enfoque, no se podrá implementar estrategias que hagan frente a problemáticas específicas que causan inseguridad, más allá de la dimensión del delito callejero o la violencia delictiva.