José Carlos García Fajardo (*)

No hace tantas décadas, en muchos pueblos de España compartían sus saberes maestras y maestros que vivían allí como podían o hacían kilómetros andando cada día para llegar a sus escuelas. El Estado les pagaba una miseria, tarde y mal. Pero ellos no se podían negar a enseñar a cada niño que se acercaba, a veces, después de caminar durante dos horas bajo lluvia o sol. Y muchas veces sin comer o con un mendrugo entre las ropas.

 

Era costumbre inmemorial que los padres de los rapaces les llevaran una gallina o un conejo o unas patatas o leche o queso o algo de la matanza o de sus pobres cosechas.

En las primitivas universidades se ajustaba un tanto para que los estudiantes de fuera vivieran en alguna pensión, en la que el maese también aceptaba garbanzos, lentejas o algo del cerdo para el condumio.

A los maestros, a veces, también se les alcanzaba algo pero no a cambio de la enseñanza sino en reconocimiento. Por otra parte, en esta España nuestra, las universidades y Estudios generales estaban controladas por clérigos y bajo férulas episcopales y a estos no les faltaban la buena mesa y el buen asiento en conventos y en canonjías.

Pero la enseñanza en el mundo rural fue un ejemplo de heroísmo inolvidable.

En las universidades en las que he estudiado y enseñado durante décadas no era de recibo regalar nada a los profesores. Pero, en estos últimos años como Profesor Eméritus y de trabajo en el Taller de Periodismo Solidario, en la UCM, a veces me han traído unos tomates o unos frutos o algún dulce porque, en las tertulias, quizás se habría hecho alusión al trabajo de sus familias.

Pero ayer fue un día especial.

Muchos de los que acabaron el Taller se aprestan a viajar a otros países con sus becas Erasmus, o con otras becas o con intercambios con otros países. O para hacer prácticas en los medios.

Cuando organizábamos viajes de estudios a Marruecos con 50 alumnos y alumnas, a mi mujer, a mí y a mis colaboradores nos gustaba conocer a sus padres, aunque sólo fuera en el punto de salida de los autobuses. Siempre fue de gran interés para mí y de tranquilidad para ellos.

Eran viajes que preparábamos durante todo el curso con conferencias sobre su cultura, tradiciones, lengua, religión, gastronomía, y sus enormes aportaciones a la civilización de Occidente.

Pues bien, había venido a despedirse un alumno que se va a estudiar muy lejos y le dije que me hubiera gustado conocer a sus padres. Dicho y hecho. Ayer llegó su padre viajando en coche desde el norte de España para comer en el comedor de profesores con su hijo, con mi ayudante y conmigo. Traté de imaginarme lo que hubieran sentido mis padres si, cuando yo tenía 20 años, un profesor nos invitara a comer en  mi facultad. Sentí cierta emoción. Mis invitados tenían que regresar a su pueblo, después de comer, para poder incorporarse el padre a sus tareas y el hijo, un verano más, en una obra de la construcción.

“A pesar de que nosotros le decíamos que descansase en el verano, pues trabajan tanto durante el curso”, me dijo el padre. “¿Que se matan a trabajar durante los nueves meses?” atajé. “Bueno, durante los exámenes”. “Pero, argumenté, las fechas de los exámenes se conocen desde el mes de octubre, no hay más que organizarse y estudiar desde el primer día de curso, haya o no explicado el tema el profesor, para eso está la bibliografía… y a propósito, usted cuántos días, semanas, meses de vacaciones tiene al año”.

Silencio y una mirada que para mí valió un mundo. “Nunca he mirado el reloj ni el calendario. Cuando me levanto, hago una cruz en el aire, así, y ya queda ganado el día”.

Así transcurría la comida y yo entusiasmado porque siempre aprendo pero en esta ocasión, una vez más, comprendí que la mayoría de los mejores estudiantes tienen raíces en las que afincarse. Hay casos en que algo falla, pero no en éste.

El padre no quería postre, y yo que tenía un día algo bajo, le dije que pidiese la tarta de San Marcos y que yo le daría el cambiazo cuando hubiera terminado mi arroz con leche. Me miró como algo asombrado pero reaccionó al vuelo. Nos caímos bien, muy  bien. Y su hijo y mi ayudante Carlos observaban en silencio, porque estos ya no se asustan de nada. Al despedirme de ellos con un abrazo, me entregó una bolsa con algo dentro… “Ya verá que yemas tan amarillas”.

Se lo agradecí y me vine a este jardín del campus en donde trabajo  cuando hace buen tiempo. Abrí la bolsa y encontré un cartón con una docena de huevos.

Los apoyé en mi regazo y me eché a llorar porque me sentía el viejo profesor más feliz del mundo.

(*) Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM) Director del Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS)

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Twitter: @CCS_Solidarios