Escribe Gustavo Gorriti

Toda democracia tiene el deber de defenderse. Especialmente de quienes intentan utilizar sus derechos y libertades para destruirla. La devastación histórica del fascismo y el nazismo, que marcó el siglo XX, trajo, entre otras amargas lecciones, la conciencia de la necesidad imperativa de defenderse a tiempo de los enemigos de la libertad.

Mussolini y Hitler llegaron al poder mediante mecanismos electorales mezclados con violencia callejera y sin guardar secreto respecto del profundo desprecio que sentían hacia la democracia y sus mecanismos de delegación del poder.

Una vez que tomaron el gobierno no tardaron en destrozar la democracia mediante la más organizada y sistemática brutalidad. Años después, luego de decenas de millones de muertos, sobre los escombros del nazismo derrotado en la más grande guerra de la Historia, el consenso entre los aliados occidentales abocados a la tarea de construir una nueva Alemania fue hacer imposible que en el futuro se pudiera utilizar la democracia contra sí misma.

Así, los partidos y los grupos opuestos a la democracia o enemigos de ella, fueron marginados del sistema. El ejercicio de la democracia, incluyendo la competencia por el poder mediante el voto, quedó reservado a las mayorías leales a ella.

Pero todo esto se realizó bajo la premisa de que la respuesta razonable a cualquier circunstancia de peligro es asegurar que la severidad de las medidas de defensa corresponda a la severidad de la amenaza. Un peligro grave requiere una respuesta fuerte; y una amenaza leve demanda una respuesta proporcional.

Este largo exordio es para discutir la iniciativa legal del Ejecutivo que intenta penalizar con cárcel el supuesto delito de “negacionismo”, definido por el primer ministro Juan Jiménez como el castigo penal a “aquellas personas que nieguen los delitos de terrorismo cometidos por organizaciones subversivas como Sendero Luminoso y el MRTA []. Quienes nieguen que en el Perú hubo una masacre por parte de estas organizaciones criminales, serán sancionados porque incurrirán en el delito del negacionismo”.

La ministra de Justicia Eda Rivas dijo a su turno que el proyecto antinegacionista del gobierno, “… busca penalizar a aquellas personas que públicamente y por medios idóneos, en este caso públicos, aprueben, justifiquen, nieguen o minimicen los delitos de terrorismo”.

El proyecto de ley del gobierno ha recibido críticas de todos lados: desde la derecha, la izquierda, el centro y hasta dentro de sí mismo. La vicepresidenta Marisol Espinoza, por ejemplo, advirtió en RPP sobre los peligros de ese proyecto de ley.

Hasta Aldo Mariátegui, en un editorial el lunes 27, escribió que “la iniciativa me parece una reverenda bobada”.

En su artículo semanal en La República, Rocío Silva Santisteban, hace notar —igual que otros— que el proyecto de ley es uno que, antes que nombre propio tiene siglas propias (léase Movadef), pero que no considera los crímenes cometidos por grupos estatales o paraestatales.

Al margen de esas fallas, Silva Santisteban considera que con ese proyecto, “el peligro que se abre es catastrófico: se podría usar esta ley más adelante, ampliándola, para penalizar el pensamiento o el debate cuando el Estado peruano reconoce que no hay delitos de opinión”.

Carlos Tapia es de parecida opinión. Tapia dijo, en La Primera, el día lunes, que hay una “Delgada línea que separaría la apología a favor de la subversión terrorista, de la libertad de investigación y aclaración de lo sucedido durante esos aciagos años”.

En un artículo “Caza de brujas”, publicado el domingo en La República, Augusto Álvarez refuta con elocuencia la presunta utilidad de la ley “antinegacionista”: “¿Quién va a definir, por ejemplo, qué es 'lenguaje de odio que afecta a la democracia'? ¿Habrá una sola interpretación de lo ocurrido en las dos décadas de violencia? ¿Quién determinará las razones del surgimiento de Sendero? ¿Qué se podrá decir sobre el papel de las Fuerzas Armadas? ¿Qué se deberá callar sobre el grupo Colina? ¿Habrá que cambiar la interpretación según el gobierno de turno? [] ¿Podrá alguien opinar, con su criterio personal, que una dictadura o una monarquía producen mejor resultado que una democracia?”

Finalmente, en su columna semanal en Diario16, Ernesto de la Jara precisa su oposición al proyecto, no solo porque “viola la libertad de expresión y puede ser fuente de abusos”, sino por los peligros de hacer una "comisión especial" que puede usurpar funciones judiciales, sino porque en el futuro podría terminar reexaminando la memoria colectiva “desde una perspectiva fujimorista”.

Creo que ni el adivino más despistado le auguraría longevidad al proyecto de Jiménez y Rivas. Aunque se apoye en referencias históricas a medidas no solo defendibles en su circunstancia sino plenamente justificadas, en este caso el proyecto está mal planteado, pobremente pensado y termina siendo peligroso.

Es correcto argumentar, como lo hace Eda Rivas, que la “propia libertad de expresión tiene los límites expresados…” Tiene, en efecto, ciertos límites, y está bien que sea así.

Nadie tiene, por ejemplo, el derecho de gritar “¡fuego!” o “¡terremoto!” en un lugar cerrado sin que exista el peligro. Nadie tiene, tampoco, el derecho a incitar al odio y menos a la violencia, especialmente si estos tienen como objetivo de su hostilidad la raza, la religión, el pensamiento o el tipo de actividades eróticas o copulatorias entre adultos.

La radio Hutu en Ruanda, instando el genocidio de los tutsi, por ejemplo, usó en forma monstruosamente criminal el derecho a la libertad de expresión y si hubiera sido prontamente reprimida en lugar de alentada, se hubiera prevenido una de las mayores tragedias contemporáneas en África y el mundo.

Pero, como se ve, todos los casos mencionados como ejemplo son extremos y gravemente criminales.

Así como la democracia aprendió que tiene el deber de defenderse y que eso puede suponer limitar en algunos casos la libertad de expresión; la lección complementaria es que esas medidas de defensa deben ser, por su propia naturaleza, pocas, muy limitadas y solo puestas en práctica cuando resulte indispensable.

En la inmensa, la abrumadora mayoría de casos, el debate, la discusión libre, fortalecen y no debilitan el sistema democrático.

Los hechos de la insurrección senderista y la guerra interna que vivió el país no han sufrido por el debate sino por el olvido, por la falta de esclarecimiento, de precisión en el detalle de los hechos y procesos, en el examen de estrategias, de actos de guerra y medidas de supervivencia, de crueldad o de empatía, en las miles de historias de pueblos, villorrios y comarcas donde transcurrieron los años de tragedia.

El ministro del Interior, Wilfredo Pedraza, que en la CVR estuvo a cargo de las investigaciones especiales, sabe que, por razones diversas y condenables, el trabajo de la CVR fue sometido desde el comienzo a un sostenido ataque, que buscó desprestigiarla y descalificarla, mucho antes de conocer su informe.

Todos esos intentos de descalificación a priori, con la participación de individuos como Rafael Rey, no tuvieron otro objetivo que perpetuar la amnesia, impedir el recuerdo, para poder impostar eventualmente las etiquetas dogmáticas de una seudo historia sobre la realidad de lo ocurrido.

¿Qué le pasó a Pedraza que no le dijo a sus colegas de gabinete que el trabajo de la CVR apenas había empezado el proceso de conocimiento, aclaración, crónica, historiografía e interpretación de la guerra interna? ¿No pudo él, o el propio Presidente, a partir de su experiencia, hacerles saber que lo último que necesitamos, y lo último que aceptaremos, es que una instancia oficial nos quiera imponer verdades oficiales, dogmas burocráticos, que cierren el debate, la investigación y su interpretación de lo que pasó en nuestro país?

El gobierno debe evitarse una vergüenza, un bochorno mayor y retirar, calladito y en puntas de pie, el superlativamente desatinado proyecto. Y luego de eso, la ministra de Salud debiera repartir megadosis de complejo B entre sus colegas. Hay varios que lo necesitan con premura.

Caretas, Lima 29-08-2012


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