martha chavez 3Por Gustavo Espinoza M. (*)

Aunque la Oficialía Mayor del Congreso de la República declaró nulo el acuerdo de otorgar la calidad de Coordinadora en materia de Derechos Humanos que le fue atribuida a Martha Chávez Cossio, el hecho no deja de ser extremadamente preocupante. Y es que el peligro no ha desaparecido. La decisión administrativa no es vinculante; y la Mafia puede aún moverse.

Un verdadero mar de protestas despertó desde un inicio la designación que la facultaba a supervisar los Derechos Humanos, y revisar el cumplimiento de las recomendaciones de la Comisión de la Verdad.

Ella naufragó en la playa porque carecía de sustento legal y ético. Y es que, más allá de las calificaciones —o descalificaciones—, se trató de un acto que generó gran desconcierto y perfiló un masivo rechazo. Es muy conocido su papel como actriz principal en el reparto sangriento del teatro de la Mafia. En verdad, más allá de señalamientos personales, la aludida tiene un enorme rabo de paja en la materia.

Por eso, sin tocar aspectos ofensivos de su vida personal, podemos evocar hechos muy graves que han anticipado una designación signada que constituye un golpe al corazón de la república. Hoy, a nadie le cabe la menor duda de que Martha Chávez fue la más activa operadora de la Mafia en el Congreso de la República entre 1990 y 2000.

Curiosamente podríamos recordar que ella inició su periplo político en las filas de la Izquierda. Fue militante y activista del Movimiento de Izquierda Revolucionaria en los años 70 en los predios de la Pontificia Universidad Católica. Su paso por esa estructura autocalificada de marxista-leninista fue breve. Cuando comenzaba a desplegar sus alas, se le cruzó en el cielo un ave de rapiña y ella terminó enrolándose más tarde en el fujimorismo. Juzga ahora como “criminales” a quienes pensaban como ella, y los combate con fiereza.

En los años 90, alcanzó notoriedad por su actividad parlamentaria. Fue incluso Presidenta del Legislativo y tuvo a su cargo siempre la tarea de defender el accionar del gobierno de Alberto Fujimori en sus años de esplendor, y en su ocaso. Eso, que le valió diversas preseas en un momento, le generó un inmenso repudio ciudadano del que, en honor a la verdad, nunca debió salir.

De ella pueden recordarse hoy muchas cosas. Justificó plenamente el Golpe de Estado del 5 de abril de 1992 con todo lo que tuvo de arbitrariedad y autoritarismo. Asumió el trabajo parlamentario cuando hacerlo presuponía cerrar los ojos ante la barbarie, y aplaudir a rabiar los crímenes más abyectos y las torturas más primitivas. Por si eso no bastara, Martha Chávez aplaudió también la campaña de esterilizaciones forzadas, a las que fueron sometidas más de 300 mil mujeres del mundo rural y campesino. A algunas de ellas las visitó para intimidarlas, o seducirlas, a fin que no se denunciara el hecho.

Martha Chávez —como se recuerda— llevó la voz cantante del oficialismo cuando se trató de modificar la legislación penal vigente creando nuevos delitos y disponiendo medidas de excepción para ser convertidas en rutina. Así, justificó con encendidos discursos la creación de tribunales especiales, el establecimiento de procesos secretos, juicios sumarios, sentencias anónimas, condenas bárbaras y otros atropellos que escarapelaron el cuerpo de los peruanos durante más de una década.

Gracias a esas disposiciones y a los procedimientos perversos que imperaban a fines del siglo pasado, se supo que, anualmente, eran encarceladas un promedio de 650 mil personas, el 90% de las cuales se veían sometidas a prácticas crueles, inhumanas y degradantes.

En esos años —hoy se recuerda— ocurrieron crímenes como en la Barrios Altos o La Cantuta. En el primero de ellos, un destacamento armado —el Grupo Colina— incursionó en noviembre de 1991 en una modesta quinta ubicada en el centro de la ciudad capital y asesinó a balazos a más de 15 personas, a las que luego acusó de “terroristas”. En la relación de víctimas, un niño de 8 años pereció acribillado en esta razzia demencial y sangrienta.

Poco después, en julio de 1992 el mismo destacamento ingresó al campus de la Universidad Nacional de Educación de “La Cantuta” y extrajo de su residencia estudiantil a un profesor —Hugo Muñoz— y nueve estudiantes, a los que trasladó con alevosía y nocturnidad hasta un descampado, donde los asesinó con un tiro en la nuca.

Muchos otros crímenes de ese corte se consumaron en aquellos años en Lima, Huancayo, Huacho, Chimbote y otras localidades. Siempre operaron los mismos hombres que obraron con la misma modalidad. El secuestro, la ejecución extrajudicial, el uso de la tortura, la habilitación de centros clandestinos de reclusión y otras prácticas del mismo signo; fueron el común denominador de aquellos años.

Pero si tales hechos eran de por sí calificados como bárbaros por buena parte de la población, más espeluznantes aún fueron las justificaciones que Martha Chávez dio cuando se conocieron. De las víctimas de Barrios Altos, dijo que eran terroristas todos —incluido el niño de 8 años— y que se habían matado entre sí por cuanto lo que había ocurrido era un “ajuste de cuentas” entre “dos facciones de Sendero Luminoso”.

De La Cantuta, sostuvo con desparpajo que los estudiantes y el profesor se habían autosecuestrado en una “maniobra” para fugarse de la Universidad y unirse a los grupos armados entonces existentes. Cuando se puso en evidencia el crimen y se hallaron los cuerpos lacerados, dijo que ellos mismos se habían torturado para justificar su desaparición.

Cosas parecidas dijo cuando el asesinato del periodistas Pedro Yauri, o el del valeroso Secretario General de la CGTP, Pedro Huilca. O cuando decenas de otros jóvenes fueron muertos por los escuadrones de la muerte creados a la sombra del régimen de entonces.

Martha Chávez se tomó el trabajo de justificar, uno a uno, todos estos crímenes proporcionando las versiones más absurdas y denigrantes contra víctimas que ya no podían defenderse. En paralelo, justificó las prácticas más aberrantes de los asesinos, que torturaron brutalmente a Leonor La Rosa, decapitaron primero y descuartizaron después a Mariela Barreto Riofano, y que abandonaron los cadáveres de estudiantes asesinados en turbios arenales y luego los entregaron en cajas de cartón, como escarnio.

Constituiría una verdadera afrenta para el país el que una persona que tuvo a su cargo de manera personal y directa justificar todos estos crímenes y promover y alentar luego una ley de “amnistía” para sus autores; y que finalmente, denigrara a la Comisión de la Verdad por poner en evidencia las acciones cometidas, sea designada como la encargada de “supervisar” la vigencia de los derechos humanos y “revisar” las conclusiones de la CVR.

Peor aún que, ante los cuestionamientos que se le formularon recientemente, haya reaccionado sin un ápice de autocrítica, o el menor viso de rectificación. Por el contrario, se ha reafirmado largamente en sus extravíos y ha ofendido gravemente a los caídos en tan aciagas circunstancias, y a sus dolientes familias.

Signo, sin duda, de los tiempos que se viven. Pero aún peor: de los que vendrán si la Mafia recupera las parcelas de Poder que perdió a partir de 2011. Lo hemos visto.

Matones a sueldo de Alan García le rompieron la cara a un ciudadano que le gritó “corrupto” en la calle. Y otro de la misma calaña le escupió el rostro a Rocío Silva Santisteban, Coordinadora de los Derechos Humanos, porque le dijo lo mismo a Fujimori. Todo un mensaje, por cierto, y una notificación para que el país esté advertido. Después de todo, la soberbia de García y la descomunal prepotencia de Fujimori son un aviso de futuro que hay que tomar muy en cuenta.

Aunque este severo golpe al corazón de la patria finalmente fue enmendado y la polémica designación fue por lo menos transitoriamente anulada, no dejó de ser un ataque directo a la noción de República, un cuestionamiento claro del régimen democrático, además de un desafío intolerable que subleva la conciencia de los peruanos.

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera

http://nuestrabandera.lamula.pe