Por Wilfredo Pérez Ruiz (*)

La “empatía” es la extraordinaria capacidad de entender los pensamientos y emociones ajenas; es decir, de ponerse en el lugar de las demás y compartir sus sentimientos. No es necesario pasar por iguales vivencias para interpretar a quienes nos rodean. Es una herramienta orientada a intuir la innumerable y compleja diversidad humana.

La severa e indudable crisis existencial demanda formar una comunidad de seres empáticos, hábiles para respetar y aceptar al prójimo. Las personas empáticas son las que mejor leen a su semejante. Son aptas para captar información a partir del lenguaje no verbal, las palabras, el tono de su voz, la postura, la expresión facial, etc. y pueden saber lo que acontece dentro de ellas.

Esta empieza a ampliarse en la infancia: los padres resguardan las expectativas afectivas de los hijos y les enseñan a expresar los propios sentimientos y descubrir al entorno. La “empatía” es un potencial: por lo tanto, todos estamos en condiciones de impulsar su crecimiento y elevar nuestra calidad de vida con su aplicación.  

Asimismo, posibilita forjar una óptima convivencia y tolerancia en momentos en los que el individualismo y la apatía dificultan la relación humana. Hace factible el desarrollo de la solidaridad y, en consecuencia, motiva prácticas en favor del bien común. Una comunidad de hombres y mujeres empáticos revelará alto grado de sensibilidad, compromiso y emoción social.

Desde mi punto de vista, está enlazada con la “Inteligencia Interpersonal”, una de las ocho intelectualidades registradas por el renombrado profesor, investigador y psicólogo norteamericano Howard Gardner en su reveladora Teoría de las Inteligencias Múltiples que lo hizo merecer el premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales (España, 2011).

Ésta permite distinguir los contrastes en los estados de ánimo, temperamento, motivaciones e intenciones, hace posible advertir los propósitos y deseos ajenos, aunque se hayan ocultado. También, trabajar con gente, asistir al prójimo para identificar dilemas y promueve la mutua interacción. Su incremento convierte al sujeto empático, refuerza un sobresaliente vínculo colectivo y faculta enfrentar las presiones, adversidades y contrariedades cotidianas.

La “empatía” facilitará resolver ilimitados conflictos en un medio abarrotado de egoísmos y mezquindades de variada índole. Su asimilación significaría renunciar a habituales niveles de indiferencia y, especialmente, salir de nuestra zona de confort para mirar al semejante con un talante comprensivo, libre de reproches y sentencias. De allí que, exige un cambio en nuestra manera de vernos a nosotros mismos y a los otros.

Su incorporación obligaría a asumir una postura flexible y ceder frente a situaciones en las que creemos ser “dueños de la verdad”. Generaría una sensación de aparente debilidad o falta de autoridad, según sea el caso. Formar parte de una nación invertebrada, insolidaria y desarticulada, coarta abordar esta invalorable destreza. Más aún cuando sus habitantes se definen por su débil y mezquino sentido de pertenencia.

La “empatía” conlleva un proceso de comprensión, aceptación, reflexión y tolerancia. En ocasiones al jefe de familia le es incompatible: aprendería a escuchar a sus hijos y admitiría que no siempre tiene la razón; sería autocrítico de sus reacciones autoritarias, prepotentes y negativas. Se vería obligado a emplear su intelecto emocional en reemplazo de su tradicional afrenta.

Para el encumbrado funcionario de una empresa exhibir un proceder empático sería perjudicial, en la medida en que reconocería las injustas condiciones laborales de sus subordinados, las arbitrariedades suscitadas a diario, el sentimiento de frustración existente y el funesto clima organizacional en desmedro de la productividad y fidelidad de sus colaboradores.

Análogo inconveniente encontrarían los frívolos, pusilánimes e insensibles empleados públicos, expertos en sórdidas maniobras y conductas temerosas, que dan la espalda a las necesidades del ciudadano y muestran una actuación propia de felones duchos en sombríos comportamientos con tal de asegurar su supervivencia en el aparato estatal. 

A un mortal curtido en celar a su pareja, sin importarle la alteración del estado anímico de la otra persona, ser empático significaría renunciar a tan infantil, posesivo e inmaduro proceder que muchos creen común para disimular su ausencia de seguridad y amor propio.

Lo mismo acontece con los individuos aficionados a la impuntualidad, ansiosos por jugar con su celular en la mesa en reuniones familiares o amicales, acostumbrados a efectuar preguntas impertinentes y, al mismo tiempo, hacer gala de deficientes modales, deteriorada higiene e imagen personal y gestos hostiles. Si tuvieran una simbólica dosis de “empatía” percibirían el malestar que suscitan a su alrededor con tan deplorable actuación.

Amigo lector: por un instante pensemos cómo sería su existencia y la de nuestros iguales si incluimos la “empatía” en nuestra agenda de vida y logramos convertirla en una cualidad inherente en el quehacer profesional, familiar y social. Estoy convencido que serían largamente superados los álgidos problemas que deterioran y colisionan el trato humano. Es un asunto impostergable al que debemos avocarnos a fin de generar una toma de conciencia encaminada a cambiar nuestro proceder.

Siento satisfacción al concluir este aporte evocando las sabias palabras del médico y psiquiatra austriaco Alfred W. Adler: “Mira con los ojos de otro, escucha con los ojos de otro y siente con el corazón de otro”. Recuerde: está en nuestras manos alcanzar una supervivencia armoniosa, respetuosa y afable.

 

(*) Docente, consultor en organización de eventos, protocolo, imagen profesional y etiqueta social. http://wperezruiz.blogspot.com/