Por Wilfredo Pérez Ruiz (*)

El 6 de julio se ha conmemorado en el Perú el “Día del Maestro”. Esta fecha concuerda con la fundación en 1822 de la primera Escuela Normal de Varones (en la actualidad la Universidad Nacional de Educación "Enrique Guzmán y Valle") por el “Protector del Perú”, José de San Martín. Durante el gobierno de Manuel A. Odría (1948 – 1956) se oficializó esta festividad mediante un decreto supremo de 1953.

Coincidiendo con esta efeméride deseo formular varias consideraciones y evocar mi testimonio personal. El maestro cumple un rol significativo en la formación integral del educando. Establece una relación cotidiana y —en ciertos momentos— determinante en la vida de sus discípulos, colabora en la definición de su vocación personal y orienta su porvenir. El profesor que trasciende tiene un nivel de preponderancia que solo se reconoce con el tiempo y de manera imperceptible. Pero, allí está presente el “sello” de su ascendencia en la evolución del estudiante.  

En la etapa escolar mis educadores ejercieron un efecto explícito en mi adhesión con los problemas nacionales y, finalmente, en la definición de mis ideas políticas. A ellos debo no ser un peruano más que vive de “espaldas” a su entorno social. Cultivaron en mí la solidaridad e identificación con la realidad del país y me facilitaron apreciar las desigualdades e injusticias existentes. Desde el aula de clase pude conocer el Perú -percibido distante y lejano- gracias a la sensibilidad y preparación que los diferenció.

Disfruté mucho al docente de Literatura, el brillante poeta cusqueño William Hurtado de Mendoza Santander. Uno de los primeros libros que me asignó leer fue “Los ríos profundos”, de notable escritor indigenista José María Arguedas. A través de esta publicación sostuve mi inicial encuentro con el maravilloso y complejo mundo andino que está plasmado en toda su documentada obra intelectual. Luego vendrían otros volúmenes y autores como Vallejo, Mariátegui, Haya de la Torre, González Prada y Alegría, que hicieron que mi visión del Perú se extendiera. Mis mejores nociones de literatura peruana las adquirí en sus amenas clases que esperaba con inquietud y que se caracterizaban, además, por los intensos debates, discusiones y pláticas fomentadas por él.

Siempre estaré agradecido a mis padres por haber puesto en el transitar de mi existencia a quienes fortalecieron los principios provenientes de mi ámbito familiar y contribuyeron en el encuentro de mi verdadera inclinación profesional. La cátedra posibilita otorgar actualizados discernimientos y, al mismo tiempo, ayuda a despertar inquietudes, afirmar ideales, convocar entusiasmos, mejorar la percepción individual, descubrir capacidades, forjar una conciencia crítica y, especialmente, predicar con el arquetipo de comportamiento que también debe enaltecer al ciudadano de bien.

En tal sentido, comparto lo expresado en mi artículo “En el Día del Maestro: Decálogo del ‘buen’ profesor”, cuando digo: “…El desenvolvimiento de la pedagogía demanda, esencialmente, estándares morales que sean observados por el alumno como un referente que inspire fe, ilusión y credibilidad para su porvenir. Nuestra tarea no consiste en transmitir conocimientos, cifras y datos: nuestra misión es constituirnos en un ejemplo personal y demostrarles, con la consecuencia de nuestra conducta, que la vida es mucho más que un título académico y un número acumulado de horas de prácticas. Esa es la razón que debe inspirar a dedicarnos a esta noble misión. ¿Algún día será entendido así?”.

“…La formación de los alumnos debe incluir, igualmente, el ejercicio del pensamiento, la actitud crítica y el cuestionamiento reflexivo. Todo ello, facilitará formar una sociedad de profesionales libres y capaces de defender sus derechos y de levantar su voz valiente de protesta ante la injusticia y el abuso. Ese es un objetivo central de la enseñanza en una sociedad sumisa, invertebrada e insolidaria como la nuestra. No solamente hay que darles información sino elementos indispensables para abrir sus ojos ante el engaño, la arbitrariedad y las vicisitudes del mañana”.

En el texto “Ética y política: El arte de vivir y convivir” de Mónica Jacobs, Eliana Mory y Odette Vélez, encuentro coincidencias. Luis Bustamante Belaunde en su prólogo, dice: “…Enseñar es instruir, mostrar o transmitir conocimientos, indicar y guiar caminos. Educar es desarrollar y perfeccionar las facultades y fuerza propias de las personas o ‘hacer salir de dentro hacia fuera’ sus potencias de crecimiento. La enseñanza suele ser un acto grupal o colectivo. La educación es siempre individual. Quienes enseñan son docentes. Quienes educan son maestros”.   

La docencia es un espacio para “echar” semillas de esperanzas, sueños y otros valores que requerimos fomentar en una generación mayoritariamente resignada, indiferente y renuente a la cultura que, desde mi parecer, ha bloqueado el desarrollo de sus habilidades intelectuales y de introspección. Esta forma de subsistencia favorece a los que conducen los destinos de la sociedad, quienes estiman “peligrosos” a los seres lúcidos, disconformes y dispuestos a confrontar el entorno y no dejarse manipular.

Recordemos un extracto del magnánimo poema del genial español Antonio Machado y Ruiz: “…Caminante, son tus huellas el camino y nada más; caminante, no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace camino y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar”. A pesar de adversidades, incomprensiones y mediocridades -inherentes al atraso cívico, ético y cultural de nuestro medio- sigamos abriendo sendero en el devenir de los estudiantes. Ellos constituyen fuente inagotable de inspiración.                 

 

(*) Docente, consultor en organización de eventos, protocolo, imagen profesional y etiqueta social. http://wperezruiz.blogspot.com/