Termina ya el año políticamente más intenso y sorprendente de lo que va del siglo en el país. Los resultados del referéndum del 9 de diciembre pasado, consagraron una victoria indiscutible del Presidente, por extensión de su gobierno, en la consulta ciudadana que lanzaran meses atrás. Los votos válidos por el Sí (conformación de la Junta Nacional de Justicia, regulación del financiamiento de partidos y prohibición de reelección inmediata de parlamentarios) estuvieron por encima del 85% en la gran mayoría de regiones, superando el 90% en siete de ellas, mientras el No a la bicameralidad fue más contundente aún y estuvo por encima de ese porcentaje en trece departamentos del país.

La otra cara del respaldo al Presidente, sin ninguna duda, fue el rechazo al Congreso de la República. Más exactamente a la mayoría fujiaprista, que ante la opinión pública arrastra a todos los parlamentarios, sin excepción y es parte central de la desconfianza plena que rodea a los políticos y a la propia política. Aún perplejos por la detención preventiva de Keiko Fujimori y el patético naufragio del asilo de Alan García, concluido el referéndum, caracterizados voceros de ese sector, insistían en encontrar la «desconexión» entre el mandatario y la realidad, en un intento inútil por negar su derrota.

Ese mismo 9 de diciembre, concluyó también la elección de nuevos gobernadores regionales. Importante, entre otras cosas, porque desde su instalación en Palacio, el mandatario y su Primer Ministro apostaron a equilibrar una cancha desfavorable en su relación con las autoridades descentralizadas. La legitimidad de origen de los recién elegidos resultó severamente herida en la mayoría de casos; el ausentismo electoral y la suma de votos blancos y nulos superaron los que se observaron el 2014, habiendo regiones como Tacna, donde los votos blancos y nulos fueron mayores que los obtenidos por su nuevo gobernador o provincias como Piura, donde ocurrió lo propio con el alcalde electo.

Once de los gobernadores elegidos tienen sentencia o se encuentran con procesos judiciales avanzados, diecisiete con acusaciones e indagaciones y hay uno que permanece no habido. La renovación, por cierto, es mínima: cuatro exgobernadores, siete exalcaldes, cuatro candidatos «recurrentes» y un excongresista están entre los vencedores.

Ambos hechos, los resultados del referéndum y la elección de las nuevas autoridades subnacionales, evidencian el desplome de nuestro sistema de representación y el colapso de las franquicias, que son los denominados partidos nacionales. Convertidos en el principal factor que explicó la multiplicación de aspirantes –73% de las listas regionales, 65.9% de las provinciales y 61.4% de las distritales, participaron con ese membrete–, los resultados, más allá del entusiasmo que tratan de mostrar Alianza para el Progreso y Acción Popular, no alcanzan para esconder la magnitud de una situación, que en este caso, evidencia también, el virtual agotamiento de una reforma que se lanzó el 2002 y que exige cambios radicales para evitar una quiebra institucional mayor a la que estamos viviendo.

Tras los resultados del 9, empieza en consecuencia, un nuevo tiempo para el gobierno. Si éste interpreta su aplastante victoria como un cheque en blanco y un apoyo incondicional, cometerá un serio error. El discurso presidencial tras su victoria, evidenció ese riesgo; más ruido que nueces para un Ejecutivo que sigue siendo débil, que tendrá al frente a un Congreso rengo, pero con distintos sectores –incluida parte importante de su «propia» bancada– que viven en una realidad paralela y parecen decididos a morir matando. Un Ejecutivo que ahora tiene que resolver las debilidades de su gestión y convencer a la gente que efectivamente tiene la capacidad y la fuerza necesaria para encabezar la lucha contra la corrupción, avanzar en la reforma política que se necesita, y gestionar la economía desde las necesidades y demandas de las personas y no desde las presiones y exigencias de las empresas.

 

desco Opina / 20 de diciembre de 2018