El viaje a Andorra de los fiscales asignados al caso Lavajato, probablemente será decisivo para acumular evidencias sobre la participación de funcionarios del segundo gobierno aprista y del mismísimo Alan García. Si a esto le sumamos el convenio para facilitar información que debería acordarse en algún momento con Odebrecht —que, según el fiscal Rafael Vela, debió firmarse entre el 14 y 18 de enero— tendríamos un escenario muy interesante, por intenso, en la denominada lucha contra la corrupción, el centro de gravedad de la política peruana durante el último año.
La pregunta sería si ¿estamos en el momento culminante del ciclo abierto a fines del 2017 o, por el contrario, en los prolegómenos de una nueva situación? La respuesta va a depender de muchas condiciones.
Como está claro a estas alturas, lo que venimos presenciando no es una estrategia anticorrupción. Es un conjunto de acciones judiciales alrededor de las actividades ilícitas llevadas a cabo por una empresa brasileña en el país. Esto trae —como de hecho sucede— simpatías hacia los actores —reales y supuestos— que las conducen y alientan. Sin embargo, cuando surgen las elementales preguntas sobre los resultados que se quieren, en qué plazos y cuáles son las acciones a tomar, además de los procesos judiciales, no parece haber respuesta alguna.
Sobre la corrupción, decía Francisco Durand hace 15 años: “[hay que] considerarla un problema nacional creciente, amenazante, exigir datos y estadísticas necesarias para estimar ingresos y costos en aquellas ramas del Estado encargadas de combatirla, analizar su modus operandi dentro y fuera del Estado es parte del camino a enfrentarla. A partir de ahí espero surjan estrategias nacionales para combatirla en forma ordenada y efectiva. Ese camino pasa primero por el propio Estado, en las ramas más propensas a ser neutralizadas y colonizadas. Pero también, por un cambio de percepción en la propia opinión pública y la sociedad civil”.
Esta exigencia, lamentablemente, no fue atendida. Lo que viene hacia adelante dependerá totalmente de las capacidades y fortalezas que puedan mostrar las instituciones públicas. En primer lugar, un Ejecutivo capaz de diagnosticar políticamente la situación y darle soluciones igualmente políticas, porque puede creer que está ante un problema estrictamente judicial.
En segundo lugar, requerimos de alguna explicación de la prácticamente nula eficacia de los sistemas de control, supervisión y fiscalización del Estado peruano. Todos los contratos, incluidos los realizados con Odebrecht, pasaron al menos por cuatro o cinco instancias sin que se «detectara» anomalías.
En tercer lugar, debemos informarnos sobre cuál es la situación en los diversos sectores y niveles del Estado. ¿Queremos acaso asumir la fantasía que en los ministerios no involucrados con Lava Jato no hay corrupción o que, en todo caso, ésta es de «menor cuantía»?
Lo importante es reconocer que la corrupción es un procedimiento ilegal de las grandes empresas para aumentar sus ganancias, la manera de impedir que se expanda es, en efecto, mediante normas adecuadas y, como ya hemos señalado, un Estado que ejerza consecuentemente la fiscalización y el control debido para hacer cumplir sus leyes. En suma, como dicta el dogma para estos casos, más democracia y mayor control político sobre las grandes empresas, asegurarán la probabilidad de menor corrupción.
Si tomamos en cuenta todas estas consideraciones, seguramente, dejaríamos de prestarle importancia a la direccionalidad mediática y centrarnos en lo importante. Por ejemplo, lo que revelen las cuentas de Andorra y demás sobre los compromisos corruptos de Alan García con los brasileños, jamás debió poner de lado lo que seguramente ha sido la peor de las acciones corruptas ocurridas en su segundo gobierno: los narcoindultos.
Entre el 2006 y el 2011, 1167 personas condenadas por delitos agravados de drogas, fueron liberadas por el gobierno de García. Edgardo Buscaglia, experto en narcotráfico afiliado a la Universidad de Columbia, afirmó tajantemente: “He trabajado en 114 países de todas partes del mundo desde 1990, y no conozco ningún otro caso de esta magnitud”.
Meses después de que García dejara el cargo, la Administración de Control de Drogas de Estados Unidos declaró que el Perú había superado a Colombia como el productor número uno de cocaína del mundo. Durante su mandato de cinco años, ni un solo capo del narcotráfico fue capturado o condenado; las incautaciones de cocaína en promedio anual sólo llegaron a las 12,8 toneladas métricas y los apristas fortalecieron el control que mantenían sobre el notoriamente corrupto Poder Judicial peruano y las cortes.
desco Opina / 1 de febrero de 2019