Por: Wilfredo Pérez Ruiz (*)
Este concepto se remonta a los antiguos griegos y romanos. Su nacimiento ocurrió hace 2.500 años, en la época de la Grecia clásica. Allí se establecieron dos modelos: ateniense y espartano. En sus inicios eran ciudadanos quienes cumplían determinados requisitos; no cualquiera accedía a esta condición, reservada para los que participaban en las decisiones concernientes a los asuntos públicos.
A lo largo de los siglos esta idea ha ido evolucionando. Sin embargo, con frecuencia escuchamos vocablos como “soy ciudadano por haber nacido en este país”, “se adquiere con la mayoría de edad”, “ser ciudadano está relacionado con el sufragio”, etc. Según el historiador italiano Pietro Costa, es “la relación entre la pertenencia de una persona a una comunidad política y los derechos y obligaciones de los que ella disfruta en esa comunidad”. Por lo tanto, conlleva un conjunto de compromisos que van más allá de la prerrogativa a participar en la elección de autoridades políticas.
Seguidamente algunas explicaciones destinadas a conocer y valorar su significado. Debemos examinar, como importante antecedente histórico, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano -proclamada por la Asamblea Nacional Constituyente- luego del triunfo de la Revolución Francesa (1789), que asienta su principal legado. De esta forma, se alcanzaron derechos que define a la persona y que sirvieron de sustento para la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Organización de las Naciones Unidas (1948).
Ésta última instituye un plan de acción global para la protección de los individuos. Fue la primera vez que los países acordaron éstos -que merecen protección internacional- para asegurar vivir en libertad, igualdad y dignidad. Contiene 30 artículos con los derechos de los hombres y mujeres.
Seguramente continua vigente la pregunta: ¿Qué es la “ciudadanía”? A mi parecer, su explicación amerita una diversidad de nociones ignoradas en reiteradas ocasiones. Es imposible sustentarlo sin incorporar ciertos tópicos que constituyen un eslabón destinado a su entendimiento. ¡Empecemos!
Ésta es sinónimo de participación. Por cierto, debemos comenzar a ejercerla en nuestra esfera privado, civil y pública. Es improbable entenderla si omitimos insertarnos en los quehaceres del entorno. Coincido con lo expuesto en el libro “Ética y política – El arte de vivir y convivir” (2000) de autoría de Mónica Jacobs, Eliana Mory y Odette Vélez que considera cinco elementos -que guardan coherencia- y deseo explicar cómo condiciones trascendentales para su desarrollo.
Primero, “participación”. ¿Cómo podemos asumir un rol en nuestra comunidad, provincia o país, sin importar la dimensión geográfica o política a la que hagamos referencia, si somos renuentes al involucramiento -con nuestra opinión, trabajo ad honorem y acciones concretas- que expresan compromiso, colaboración, protagonismo? Es imposible su ejercicio desde una contemplación apática, distante y renuente.
Segundo, “sentido de pertenencia”. Significa “establecer voluntariamente vínculos que nos unen a la comunidad política”. De esta forma, concebimos como nuestros los sucesos acontecidos a nuestro alrededor. Seamos conscientes que es “difícil amar lo que uno desconoce y más difícil aún sentir que pertenecemos a lo que jamás hemos valorado”. Por lo tanto, todo empieza cuando nos creemos integrantes de un contexto social.
Tercero, “Estado de Derecho”. Comprende disfrutar de una “condición jurídico política garantizada por el Estado que además vela por el cumplimiento de la ley”. Significa estar representados por autoridades serias, democráticas, transparentes y que, principalmente, atiendan y resuelvan las demandas del ciudadano.
Cuarto, “derechos y deberes”. Es imprescindible su conocimiento y práctica. Una sociedad con capacidad de aceptación se alimenta de la acción recíproca de éstos. Obviemos pedir acatamiento a nuestras atribuciones cuando atropellamos los ajenos. Asumamos que “los derechos son, a la vez, exigencias éticas y cívicas, normas legales indispensables para la vida en sociedad, rigen las relaciones de convivencia humana y orientan el ordenamiento jurídico de las instituciones”.
Quinto, “igualdad”. La coexistencia demanda este principio básico consagrado a honrar al prójimo igual a “nosotros en derechos y deberes, respetando sus diferencias y actuando según nuestros valores y tradiciones”. Se trata de garantizar un trato justo y enmarcado en reconocer un principio internacional. Es fundamental entender que la igualdad es inexcusable para la loable existencia del ser humano.
Nuestra interacción requiere destreza para aceptarnos y, además, empatía, tolerancia y habilidades sociales frente a las diferencias existentes, con el propósito de soslayar generar espacios de conflictividad. Aprendamos a obrar con madurez cívica y comprendamos que las personas necesitamos a los demás, así como ellos demandan de nosotros: el bien particular se pone a salvo protegiendo el bienestar común. Esforcémonos por reconocer al semejante a partir de la compleja y dilatada disparidad cultural, étnica, social, económica, sexual y política. Una mirada plural posibilitará una mejor calidad de vida.
Si anhelamos forjar una sobresaliente colectividad nos asiste —de modo trasversal— el imperativo ético de exhibir virtudes cívicas idóneas de cultivar y transmitir a las venideras generaciones para acreditar su continuo desarrollo y eficacia en el tiempo. Varios de esos principios son: la solidaridad, la humildad, la justicia, la cooperación. Una anotación importante: siempre los valores inducen plasmarse en nuestros actos de manera invariable y digna.
De lo expuesto, se desprende la urgencia de convertirnos en ciudadanos vigilantes e identificados con el ecosistema social. Nos corresponde renunciar a la mezquina actitud distante, crítica y pasiva, para adjudicarnos un protagonismo proactivo. Urgimos hombres y mujeres —alejados de temores y abdicaciones— con la fuerza, la convicción y la entereza de comprometerse con causas de interés común. Ello insta salir de la habitual y egoísta zona de confort.
Recuerde: la “ciudadanía” conlleva madurez, criterios morales, sensibilidad, altruismo y generosidad. Rehuyamos entenderla como un limitado puñado inapelable de asuntos electorales, tributarios y legales. Es una forma de forjar nuestro lazo con la comunidad. Exige una cuota de entrega infrecuente en sociedades caracterizadas por elevados niveles de desarraigo y acostumbradas a divisar su contorno con desdén, indolencia e individualismo.
Tengamos presente su insoslayable connotación para lograr el entendimiento, el diálogo y, por consiguiente, se demanda unir esfuerzos y voluntades en función de justos anhelos. Es imprescindible nuestra aportación permanente; solo una actuación general facilitará una respuesta corporativa.
De modo que, sea posible desplegar ayuda a través de organizaciones no gubernamentales, comunales, humanitarias y filantrópicas. Implica dar un aporte que nos engrandece. Los programas de voluntariado son una magnífica opción. Esquivemos creer que la persona funciona sola; necesitamos a los demás, así como ellos requieren de nosotros. Las tareas y afanes fusionados posibilitan enfrentar en superiores situaciones dilemas, frustraciones y expectativas.
Evoquemos las pertinentes palabras del escritor español Antonio Muñoz Molina: “El pueblo asegura el abrigo inmediato de lo colectivo y lo inmemorial, el halago de compartir valores ancestrales. La ciudadanía, por comparación, ofrece poco más que intemperie, y cada una de sus ventajas posibles está sometida al contratiempo de la responsabilidad y la incertidumbre”.
(*) Docente, comunicador y consultor en protocolo, ceremonial, etiqueta social y relaciones públicas. http://wperezruiz.blogspot.com/