Recuperar el porvenir
Por Daniel Innerarity*
La crisis económica ha demostrado que tenemos, en tanto que sociedades, grandes dificultades para relacionarnos con nuestro propio futuro. Vivimos en la tiranía de la actual legislatura, el corto plazo, el consumo, nuestra generación, la proximidad... Es la economía que privilegia la lógica financiera, el beneficio frente a la inversión, la reducción de costes frente a la cohesión de la empresa. Practicamos un imperialismo del tiempo presente, que lo coloniza todo.
Por Daniel Innerarity*
La crisis económica ha demostrado que tenemos, en tanto que sociedades, grandes dificultades para relacionarnos con nuestro propio futuro. Vivimos en la tiranía de la actual legislatura, el corto plazo, el consumo, nuestra generación, la proximidad... Es la economía que privilegia la lógica financiera, el beneficio frente a la inversión, la reducción de costes frente a la cohesión de la empresa. Practicamos un imperialismo del tiempo presente, que lo coloniza todo.
La consecuencia lógica es que el futuro queda desatendido y deja de ser un objeto relevante de la política y la movilización social. Lo que está demasiado presente impide la percepción de las realidades latentes o anticipables, y que muchas veces son más reales que lo que ocupa actualmente toda la escena. ¿Estamos realmente dispuestos a que las posibilidades actuales arruinen las expectativas del futuro?
La principal urgencia de las democracias contemporáneas no es acelerar los procesos sociales, sino recuperar el porvenir. Hay que volver a situar al futuro en un lugar privilegiado de la agenda de las sociedades democráticas para hacer posibles muchas cosas humanas que requieren previsión o suponen la capacidad de anticipar escenarios futuros.
El futuro es políticamente débil, ya que no cuenta con abogados poderosos en el presente, y son las instituciones las que deben hacerlo valer. Las sociedades contemporáneas tienen una enorme capacidad de producir futuros, es decir, de condicionarlos o posibilitarlos. Por contraste, el conocimiento de esos futuros es muy limitado. El alcance potencial de sus acciones y los efectos de sus decisiones son difícilmente anticipables. Como el futuro no puede ser conocido, la responsabilidad suele quedar fuera de consideración. Pero esta dificultad de conocer la repercusión real de nuestras acciones en el futuro no nos exime del esfuerzo de ponderarlas desde una perspectiva temporal más amplia.
Vivimos en una sociedad tan dinámica que, sin el esfuerzo de la imaginación, el futuro podría escapársenos en el ajetreo de las ocupaciones cotidianas. El ejercicio rutinario de las instituciones, dominado en gran medida por los imperativos de la economía mundial, y su transposición sin la menor perspectiva de futuro impide la corrección de las anomalías no deseadas y el aprovechamiento de las oportunidades comunes.
Y es que el instantaneísmo impide tomar decisiones coherentes. Cuando la perspectiva es temporalmente estrecha corremos el riesgo de someternos a la "tiranía de las pequeñas decisiones" (Kahn), es decir, ir sumando decisiones que, al final, conducen a una situación que inicialmente no habíamos querido, algo que sabe cualquiera que haya examinado cómo se produce, por ejemplo, un atasco de tráfico.
Cada consumidor puede estar colaborando a destruir el medio ambiente, y cada votante puede contribuir a destruir el espacio público, lo que no quieren y que, además, haría imposible la satisfacción de sus necesidades. Si hubieran podido anticipar ese resultado y anular o, al menos, moderar su interés privado inmediato habrían actuado de otra manera.
Cuando las decisiones son adoptadas con una visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las implicaciones en el largo plazo la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. Hay bienes comunes que sólo se pueden asegurar articulando medidas inmediatas con el largo plazo: el medio ambiente, la paz, la estabilidad institucional, la confianza económica, la sostenibilidad en general...
Ya no valen las clásicas instituciones que diseñaron el futuro de las democracias liberales: ni la ciencia determinista, ni la economía que tiende a ver el futuro como un recurso más, ni el derecho que entiende la justicia como el resultado del contrato entre los contemporáneos y carece de instrumentos para anticipar los derechos de quienes vienen después. Ninguno de estos sistemas están hoy por hoy equipados con los procedimientos para entender y regular un ámbito temporal en el que el futuro juega un papel decisivo.
El futuro se ha convertido quizás en nuestro mayor problema, pero tal vez también en la vía de solución para reformar la política. Nuestro mayor desafío consiste en volver a pensar y articular en la práctica la relación entre acción, conocimiento y responsabilidad.
No se trata de predecir el futuro; lo que se nos exige es convertirlo en una categoría reflexiva, incluirlo, con toda su carga de incertidumbre y contingencia, en nuestros horizontes de pensamiento y acción.
* Profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza
La principal urgencia de las democracias contemporáneas no es acelerar los procesos sociales, sino recuperar el porvenir. Hay que volver a situar al futuro en un lugar privilegiado de la agenda de las sociedades democráticas para hacer posibles muchas cosas humanas que requieren previsión o suponen la capacidad de anticipar escenarios futuros.
El futuro es políticamente débil, ya que no cuenta con abogados poderosos en el presente, y son las instituciones las que deben hacerlo valer. Las sociedades contemporáneas tienen una enorme capacidad de producir futuros, es decir, de condicionarlos o posibilitarlos. Por contraste, el conocimiento de esos futuros es muy limitado. El alcance potencial de sus acciones y los efectos de sus decisiones son difícilmente anticipables. Como el futuro no puede ser conocido, la responsabilidad suele quedar fuera de consideración. Pero esta dificultad de conocer la repercusión real de nuestras acciones en el futuro no nos exime del esfuerzo de ponderarlas desde una perspectiva temporal más amplia.
Vivimos en una sociedad tan dinámica que, sin el esfuerzo de la imaginación, el futuro podría escapársenos en el ajetreo de las ocupaciones cotidianas. El ejercicio rutinario de las instituciones, dominado en gran medida por los imperativos de la economía mundial, y su transposición sin la menor perspectiva de futuro impide la corrección de las anomalías no deseadas y el aprovechamiento de las oportunidades comunes.
Y es que el instantaneísmo impide tomar decisiones coherentes. Cuando la perspectiva es temporalmente estrecha corremos el riesgo de someternos a la "tiranía de las pequeñas decisiones" (Kahn), es decir, ir sumando decisiones que, al final, conducen a una situación que inicialmente no habíamos querido, algo que sabe cualquiera que haya examinado cómo se produce, por ejemplo, un atasco de tráfico.
Cada consumidor puede estar colaborando a destruir el medio ambiente, y cada votante puede contribuir a destruir el espacio público, lo que no quieren y que, además, haría imposible la satisfacción de sus necesidades. Si hubieran podido anticipar ese resultado y anular o, al menos, moderar su interés privado inmediato habrían actuado de otra manera.
Cuando las decisiones son adoptadas con una visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las implicaciones en el largo plazo la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. Hay bienes comunes que sólo se pueden asegurar articulando medidas inmediatas con el largo plazo: el medio ambiente, la paz, la estabilidad institucional, la confianza económica, la sostenibilidad en general...
Ya no valen las clásicas instituciones que diseñaron el futuro de las democracias liberales: ni la ciencia determinista, ni la economía que tiende a ver el futuro como un recurso más, ni el derecho que entiende la justicia como el resultado del contrato entre los contemporáneos y carece de instrumentos para anticipar los derechos de quienes vienen después. Ninguno de estos sistemas están hoy por hoy equipados con los procedimientos para entender y regular un ámbito temporal en el que el futuro juega un papel decisivo.
El futuro se ha convertido quizás en nuestro mayor problema, pero tal vez también en la vía de solución para reformar la política. Nuestro mayor desafío consiste en volver a pensar y articular en la práctica la relación entre acción, conocimiento y responsabilidad.
No se trata de predecir el futuro; lo que se nos exige es convertirlo en una categoría reflexiva, incluirlo, con toda su carga de incertidumbre y contingencia, en nuestros horizontes de pensamiento y acción.
* Profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza