Por: Jorge Basadre Grohmann
Fuente: de un libro inédito sobre Miguel Grau Seminario
Como del carbón sale el diamante, así de la negrura de esta guerra sale Grau.
La posteridad ha indultado a su generación infausta porque a ella perteneció el comandante del Huáscar. Olvida desastres y miserias y la mira con envidia porque le vio y le admiró.
Nada es un hombre en sí y lo que él puede representar lo ponen quienes lo interpretan. Ni hombres ni hechos derivan grandeza permanente sino de su asimilación con eternas ideas de justicia, de belleza o de dignidad, con un pueblo o con una época. Hablar de Grau, es evocar una figura que lentamente va perdiendo para los peruanos su ligamen exclusivo con los acontecimientos dentro de los cuales se desenvolvió, para tomar los caracteres de un arquetipo. El Perú no lució durante la guerra de la independencia, al lado de los muchos heroísmos encomiables, un gran héroe simbólico, y las luchas intestinas republicanas están demasiado cerca para que los personajes en ellas surgidos se limpien todavía de todas las contradictorias pasiones entonces desatadas y de los intereses que de ellas se derivan.
Ante Grau, en cambio, no obstante su cercanía en el tiempo y las violencias a que estuvo unido, la opinión nacional se prosterna segura y sin desacuerdos y la opinión extranjera acata este homenaje y a él se asocia con respeto evidente. Los técnicos nacionales y extranjeros admiraron desde que empezó la guerra entre el Perú y Chile al comandante del Huáscar. Los poetas más diversos desde los románticos o postrománticos de su hora hasta algunos de los más jóvenes y de las más iconoclastas escuelas nuevas, lo cantan: Gonzáles Prada mismo en sus páginas, a la vez marmóreas y venenosas y tan ávidas de exhibir huesos y máscaras, puso un inusitado calor de simpatía humana y orgullo patriótico, raro en tan contradictorio escritor, cuando de Grau escribió como si estuviera grabando sus palabras.
A los niños se les puede enseñar el culto de este nombre sin que de él emanen impuras influencias. Sobre un pedestal de fuego desgarradoramente patético en el que, por las culpas de unos y las faltas de otros, se iba a producir el holocausto de la patria, aparece sencilla y serena la figura del piurano modesto que era también un cristiano viejo y un criollo auténtico.
El heroísmo es, en la mayor parte de los casos, una ola fulgurante que se alza brusca e inspirada ante la presión de un momento decisivo.
Bernard Shaw dijo que representa la única forma de lograr la fama sin tener la habilidad. La gloria de Grau no es sólo la del ocho de octubre. Es, muchos días y semanas y meses antes, cosa cotidiana, tarea menuda y trabajo sin cesar. Existe la versión de que, al estallar la guerra, por el efecto deletéreo de conspiraciones y revueltas, desorden administrativo y escasez económica, la disciplina de la escuadra no era la mejor que podía ser, y que los marineros criaban aves domésticas para su negocio particular en la torre del monitor. Acaso ese no fuera el completamente cierto; pero sí es fidedigno que Grau tuvo que dedicar bastante tiempo a hacer ejercicios y maniobras con su gente, la mayor parte de la cual era colecticia, y es exacto también que el espolonazo del Huáscar a la Esmeralda resultó de la falta de puntería, más tarde superada. Esta es la modalidad de la obra de Grau, que recibe el más vivo elogio en la publicación técnica francesa de la época titulada el Bulletin de la Reunion des Officiers. Al estudiar lo que hizo, preciso es recordar con qué elementos trabajó y cabe preguntar qué hubiera sido del Perú con Grau en un barco como el Cochrane o el Blanco Encalada.
Enseñando con el diario ejemplo, que es la mejor manera como el jefe siempre puede enseñar, Grau acabó haciendo del Huáscar no sólo el mejor barco de la marina peruana sino la espada única y el solo escudo del Perú que detuvo la invasión durante seis meses largos y ello fue porque no sólo Grau tuvo coraje sino además el don de organizar y disciplinar a los suyos, la destreza para tomar la iniciativa, la exactitud para conocer y medir cada situación, el don para el mando sin los cuales la bravura mayor y los conocimientos más profundos pueden resultar estériles.
La variedad de sus recursos fue grande, utilizando el espolón con la Esmeralda, empleando la velocidad para esquivar al Blanco Encalada, capturando con La Unión al transporte Rímac y enfrentándose en Antofagasta a varios barcos y a la artillería del puerto.
El heroísmo en Grau fue, así, resultado de su eficacia, parte integrante de ella, como el fuego sale del calor. No emergió, por cierto, como cosa recóndita o desapercibida para su pueblo. Con un instinto profundo sus contemporáneos vieron en él a quien iba a representarlos ante la historia, ante sus hijos, ante los hijos de sus hijos y ante la posteridad lejana. Pero conociendo así la gloria más apoteósica antes de haber muerto como pocos hombres la han conocido, Grau no se cegó ni se embriagó.
Más allá de la vanidad y de la ilusión, diríasele resignado a los secretos y mandatos del destino, lejos de todo gesto pasajero, de toda preocupación superficial. Ni los sueños ni las veleidades de los débiles turbaron su tranquilidad taciturna. Tampoco el frenesí de los violentos, ni las angustias de los sórdidos. No corrió por egoísta impulso para cautivar a la gloria, ni, cuando ella vino, se cohibió ante ella. Nada había de inaccesible o de afectado en este paladín que acumuló hazañas con la bonachona sencillez de padre de familia que exhala en los retratos su curtido rostro de patillas negras. Al regresar a su patria después de hacer lo increíble frente a los homenajes estentóreos y a los elogios retóricos exclamó: “Yo no soy sino un pobre marino que trata de servir a su patria”. Y en otra ocasión en el banquete que le fue ofrecido en el Club Nacional dijo en un brindis: “Todo lo que puedo ofrecer en retribución de estas manifestaciones abrumadoras es que si el Huáscar no regresa triunfante al Callao, tampoco yo regresaré”.
En un autógrafo publicado en Buenos Aires en la colección de Lagomaggiore un año antes de la guerra había él elogiado el aporte que dentro de la civilización humana representa la marina y había propuesto que cuando la autonomía y las instituciones de nuestras repúblicas fueran amenazadas quedasen unificadas todas las fuerzas navales de ellas bajo el mismo pabellón concluyendo con estas palabras que resultaron irónicas: “A la presente generación toca preparar el camino de la preponderancia americana”. Su deber fue, de pronto, matar y destruir, pero al cumplirlo supo tener una nobleza de caballero antiguo. Y así, contra las duras exigencias de la guerra y contra las recias pasiones del momento, envió con una carta admirable a doña Carmela Carvajal de Prat las reliquias dejadas por su esposo, contendor suyo; salvó a los chilenos náufragos de la Esmeralda y perdonó al Matías Cousiño, evitó la destrucción de las poblaciones inermes; desdeñó la lucha con barcos inferiores.
Sobre la sangre puso luz. Se hizo grandemente temible sin cometer un solo acto ilegal o cruel. Sus victorias resultaron buenas acciones. Significando él tanto para el adversario, éste no lo pudo odiar. En pleno delirio patriótico, poco después de la muerte de Prat y antes de Angamos, pudo Vicuña Mackenna escribir en Santiago llamándole hombre formado por sí mismo, cuyos grados habían sido ganados mandando buques, cuyo nombre estaba lleno de probidad y juicio, para luego decir que era brillante piloto, hombre de valor, navegante eximio, hidalgo corazón, y para recordar, por último, que, aún careciendo de fortuna, viajó a Chile en 1878 a llevarse los restos de su padre fallecido en Valparaíso.
Por todo ello, resulta Grau, tan excepcional: precisamente por haber estado formado nada más y nada menos que por las mejores y más simples virtudes que pueden pedirse a un varón cabal. Cuéntase entre ellas, por cierto, el amor a su tierra que es ingénito en todo ser bien nacido. Igualmente, el espíritu cívico del buen ciudadano. Así mismo, la abnegación del verdadero patriota que no sólo cumple su deber sino que por él se inmola cuando es necesario. Al lado de ella tuvo la modestia que, en la gente de bien, no está reñida con la altiva dignidad. Y por otra parte, encarna el dominio o maestría que todo profesional aspira a obtener en su oficio o vocación. Enlaza así las más altas cualidades castrenses, con las mejores virtudes de la vida civil. Honrado en el camarote y en la torre de comando, lo es también en el salón y en el hogar. Es buen marino y, así mismo, buen esposo. Carece de los vicios hispanoamericanos de la improvisación, el desorden, la exageración, la sensualidad, la mezquindad y de aquel otro que Bolívar señaló cuando dijo que el talento sin probidad es azote de América.
Con él en nuestra historia, tan llena de abismos y a la vez bordeada de cumbres, renace la estirpe de los hombres que hizo posible el dominio del suelo duro y áspero, la creación de un Perú legendario y la gran aventura de la Independencia del continente; la raza que justifica nuestra existencia como pueblo libre; la gente que nos dio temprano un sitio de honor en el mundo y que a veces -esperamos que equivocadamente- suele parecer extinguida o puesta de lado por la caterva vociferante y audaz de los enanos, por la desmoralización de los débiles y por el aprovecharse de los malos. Por eso, Grau expresa las potencialidades que, a pesar de todo, hay en nuestras gentes; nos da un incorruptible tesoro espiritual; hierro de heroísmo, plata de aptitud, oro de bondad. Y, como a todos los grandes de esta América para la que la historia es sólo prólogo, puede ser llamado Adelantado, Fundador, Padre”.
Fuente: de un libro inédito sobre Miguel Grau Seminario