jurado la hayaPor César Hildebrandt

La prensa concertada en Palacio y el patriotismo churrupaco se unen para encenderle una velita a una gran mentira

Seguramente la re­unión del 2 más 2 de­jará todo lo sustancial en suspenso, a la es­pera de mejores vien­tos. En eso consiste la diplomacia al fin y al cabo: en omitir el veneno de las verdades y en tomar el brebaje opiáceo de las dilaciones. Hasta que el reloj se canse.

Pero, más allá de las omisio­nes protocolarias, lo que quedará para la historia que lean los que vengan es la vergüenza de la pren­sa peruana concertada en Palacio de Gobierno: resulta que ganaron los que siguieron perdiendo, que Tacna está feliz y emocionada, que todos saltamos de alegría porque tenemos dos fronteras (una te­rrestre, una marítima, ¿habrá una aérea?), que el mar ignoto que se nos concedió como zona económica es ya el de la abundancia, que los gradualismos y las bre­vedades son hermanos gemelos, que las costas secas son frecuen­tes, que el triángulo terrestre fue nuestro cuando hasta los guardias peruanos que lo merodean pasan de puntillas para no irritar a los vigilantes fronterizos chilenos, y que la inepta Corte de La Haya es el ejemplo de aquella sabiduría jurídica que empezó con el babi­lonio rey Hammurabi.

Qué asco, señores coleguitas. Qué grima, gordos del alma que arrastran su grisura por razones de Estado y que mienten “por la patria” y que creen que Joselo García Belaunde o Manuel Rodríguez Cuadros son los héroes de la jornada, con su Wagner encima y su García-poetastro debajo.

No cuenten con nosotros, seño­res del coro. Y nos ratificamos: La Haya, al consagrar el hito como delimitación, le ha creado un pro­blema adicional al Perú. Porque si tierra manda sobre mar, como di­cen algunos de nuestros juristas, entonces las dos fronteras, según La Haya, quedan reducidas a una y el llamado Punto Concordia devie­ne mención nostálgica de un trata­do que el Perú nunca hizo respetar y nunca cumplió a cabalidad.

O sea que, gracias a La Haya, el triángulo terrestre que jamás tuvimos en plenitud soberana es ahora más ajeno que nunca.

Y los idiotas de 1952, 1954, 1968 y 1969 son, gracias al fallo de La Haya, más idiotas que nunca por­que admitieron que un trato so­bre la pesca fuera, explícitamen­te, una demarcación de mares que las concesiones sobre enfilamiento de señales confirmaron. Y esas viejas pústulas, que comprome­ten a nuestra diplomacia duran­te tantos años, son las que hoy han reventado y las que pretende ocultar el “patriotismo” gregoria­no del periodismo delivery.

Los que han remata­do el Perú al mejor postor, los que nos han dejado sin flota de cabotaje ni línea aérea ni petrole­ra en funciones, ahora dicen que debemos alegrarnos porque tenemos 50.000 kilómetros de nuevo y remoto mar. Marcha de bande­ras, tambores, paso de vencedores. ¿Verdad, Canal N?

Que se lo pregunten a los pesca­dores de Tacna y a la pobre mujer que han usado para un spot pro­pagandístico.

Esta atmósfera de mendacidad orquestada es heredera de nues­tra historia, hija de las taras que nos impidieron ser un país en for­ma y tener una clase dominante ilustrada y creadora. Mentir en conjunto no rebaja la mentira. Y es mentira descomunal decir que el fallo de La Haya favoreció am­pliamente al Perú.

Que Humala, García y Toledo se presten a esta conspiración del chauvinismo de pacotilla no es extraño. La mentira es para ellos un insumo retórico. Pero que la prensa no cumpla con el deber elemental de poner las cosas en su sitio y decir algo que se parezca a la verdad es algo que, aun para los parámetros laxos del Perú, re­sulta sorprendente. Enredarse en el laberinto de Torre Tagle —curio­so que nuestra diplomacia se ape­llide con el nombre de un traidor fundacional que quiso pactar con el poder colonial— puede ser obli­gación de funcionarios resignados pero no debiera ser parte de la agenda de los informadores.

El triángulo terrestre no tiene mayor importancia. La tiene la mentira de decir, tensando la lógi­ca hasta romperla, que el fallo de La Haya nada tiene que ver con el tema. Y es mayor mentira decir todavía que el Tratado de 1929 re­solvió todo lo pendiente cuando el Perú poco hizo para su cabal cum­plimiento. Eso es así al punto que el hoy sacro “triángulo terrestre” está, de facto, en manos de nadie y pertenece a una jurisdicción fantasmal. ¿Qué imperio ejerce el Perú sobre esas 3,7 hectáreas? ¡Ninguno!

Durante años esta revista, en honrosa soledad, ha recordado la historia de la guerra del salitre. Hemos publicado decenas de ar­tículos al respecto y hasta hemos reproducido, por capítulos, libros que describieron ese episodio tan horrendo como deshonroso. Nuestro propósito no era estro­pear el futuro de dos países inexo­rablemente próximos y, por tanto, condenados al concierto y la cooperación. Nuestro objetivo era reconstruir nuestras miserias y subrayar el deber de no repetir­las. También era nuestro propó­sito recordar el ensañamiento de los vencedores de esa guerra y las motivaciones ancestrales de sus afanes de conquista y los orígenes de su furia. Queríamos, en suma, que todos aprendiéramos del pasado para refundar una relación vecinal basada en la igualdad.

Por lo visto, la tarea sigue en pie. Chile pretende, altaneramen­te, poner obstáculos al cumplimiento de una sentencia que en casi todo lo favorece. Parece seguir siendo, inercialmente, el viejo Chi­le portaliano que tanto nos temió y odió. Y el Perú, mintiéndole a su gente, parece ser el zombi deci­monónico cuyos partes de batalla llamaban resistencia a las fugas y derrotas insignificantes a las pér­didas de alturas estratégicas.

Hildebrandt en sus trece, Lima 07-02-2014

 

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