Desarraigados por la codicia

Por José Carlos García Fajardo*


Ninguno pondríamos objeciones a ser vecinos del argelino Zidane, de los negros Denzel Washington, Thierry Henry, Michael Jordan, Whitney Houston, la escritora Toni Morrison, familia Obama, Kofi Annan, Nelson Mandela, Desmond Tutu, Julius Nyerere y el nigeriano Ben Okri; los judíos Barenboim, Einstein, Philip Roth, Noah Gordon, Norman Mailer, Paul Auster, Jaiffer, Barbara Streisand, Woody Allen, Steven Spielberg, Eric Hobsbawm; los musulmanes Salman Rushdie, Omar Sharif, Naguib Mahfuz, Sami Naïr; los hindúes Tagore, Gandhi, Nheru, sin los que el mundo estaría empobrecido.


No se trata del color de la piel, ni de los hábitos alimenticios o de prácticas religiosas sino de una cuestión económica y de educación. Ante el miedo que nos produce lo desconocido dictamos reglas como ha hecho la OMC con sus productos agrícolas para favorecer nuestras exportaciones. No así con el petróleo, el gas y las materias primas que hemos convertido en imprescindibles para nuestro modo de vida y de despilfarro.

¿Cómo podría sobrevivir la Unión Europea sin los hidrocarburos, los minerales, la pesca, las maderas, el coltan, la bauxita, el café, té, cacao, soja, y tantas riquezas que hemos controlado o mediante testaferros que nos han permitido conservar las riquezas y desprendernos de las obligaciones que teníamos durante el colonialismo?

Nadie abandona su país por gusto si no es para viajar o para estudiar. Cuando es por la inseguridad o la miseria se reproduce la cadena de injusticias que laceran la historia: esclavitud, invasiones, racismo, xenofobia, colonización, explotación, guerras, deportaciones. Tantas formas del desprecio y del miedo de lo que, en palabras de Tucídides,  “está en la naturaleza de los hombres, oprimir a los que ceden y respetar a los que resisten”.

Sin embargo, las migraciones engendradas en el sufrimiento han dado a luz frutos de progreso: quienes emigran se transforman y dan lugar a un mestizaje positivo y enriquecedor que está en los orígenes de las más grandes civilizaciones. La clave está en saber acoger y reconocer que los necesitamos para sobrevivir; en establecer espacios de encuentro, de prosperidad y de relaciones entrañables con los lugares de origen para no perder ni las señas de identidad ni las raíces. Sin ellas, no seríamos más que barcos desarbolados y a la deriva, gentes sin sentido.

ACNUR informa de que el número de personas refugiadas aumentó en 2009 y alcanzó la cifra más alta desde mediados de los noventa. Las personas refugiadas en el extranjero y las desplazadas dentro de su propio país fueron 44 millones, millón y medio más que en 2008. Pero sólo 250  mil  regresaron el año pasado a su país de origen, la cifra más baja en los últimos 20 años. Expulsados de sus hogares sin posibilidad de retorno, como árboles desarraigados, arrastrados por el viento de la explotación y de la codicia. La violencia es la principal razón del aumento de número de refugiados y de sus dificultades para regresar a su país.

Una de las grandes paradojas de la globalización es que no alcanza a la movilidad de la fuerza de trabajo. La económica desnacionaliza la economía nacional mientras que la inmigración renacionaliza la política. Los países ricos sostienen que hay que levantar los controles fronterizos que pesan sobre el flujo de capitales, la información y los servicios. Pero cuando se trata de inmigrantes y de refugiados imponen su derecho a controlar sus fronteras.

El que emigra tiene una sensación de ruptura y la integración puede suponer un desarraigo. La sociedad de destino se considera una sociedad de llegada más que una sociedad de acogida, mientras que se descubre que el Norte es una sociedad de consumo más que del bienestar soñado que nos habían presentado a través de los medios. Finalmente, el retorno se convierte en un mito pues tiene que ver más con el momento que con el lugar: no se puede regresar con las manos vacías, pues somos la esperanza soñada de la gran familia que nos envió, nos sostiene y nos aguarda.

Cualquier política de inmigración fracasará si se limita a trabajar sobre las condiciones de destino y no aborda lo que ocurre en el origen. Los países europeos, tierra de emigrantes ellos mismos, tienen que reconocer el derecho natural a la emigración y favorecer la legislación más generosa para convertirnos en tierra de asilo, como simple reciprocidad en la acogida de quienes un día no lejano recibieron a decenas de millones de europeos. Los expulsados refugiados en otros países muestran las llagas de un planeta dominado por la fuerza y la codicia de litio, oro, cobre y cobalto, por eso invaden países y los asolan con guerras.

Es posible favorecer esa integración sin absorción alguna. Es preciso respetar y pactar el futuro para hacer viable el presente.

* Profesor Emérito de la Universidad Complutense de Madrid (UCM). Director del CCS

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