Adela Cortina*
La pregunta que suele plantearse a los humanistas es la de los límites éticos en la investigación sobre el cerebro y en la aplicación de los hallazgos. Como si la ética fuera una especie de linier sádico, empeñado en descalificar a los científicos cuando la pelota traspasa la línea de lo permitido.
Pero el primer principio de cualquier ética respetable es el de beneficiar a los seres humanos, a los seres vivos en su conjunto y a la naturaleza, y cuanto más progresen las diversas ciencias en ese sentido, mejor habrán cumplido su tarea. Que es la de beneficiar. Por eso tiene sentido que trabajen juntas ciencias y humanidades para conseguir una vida mejor.
Ojalá avancemos en la prevención de enfermedades como la esquizofrenia, alzhéimer, demencias seniles, enfermedad bipolar o la arteriosclerosis; podamos mantener una buena salud neuronal hasta bien entrados los años, mejorar nuestras capacidades cognitivas, precisar mejor la muerte cerebral, tratar tendencias como las violentas. Que en la educación podamos servirnos de conocimientos sobre el cerebro que permitan a los maestros actuar de forma más acorde al desarrollo de ese órgano, extremadamente plástico; un asunto del que se ocupa con ahínco la neuroeducación.
Sin embargo, cuando las investigaciones y las aplicaciones científicas ponen en peligro la vida, la salud o la dignidad de las personas o el bienestar de los animales tenemos que recordar que no todo lo técnicamente viable es moralmente aceptable. Que “no dañar” es igualmente un principio inexcusable en todas las actividades humanas, también en las científicas.
Los medios de comunicación informaban de que el asesino confeso de una joven iba a ser sometido a una prueba neurológica, conocida como “test de la verdad”, a través de la cual podrían leerse sus respuestas cerebrales. Una prueba de este tipo plantea un problema moral y legal, porque no es lícito introducirse en la intimidad de una persona, en este caso a través de su cerebro, sin su consentimiento. Y los medios informaban de que, según su abogada, este había accedido voluntariamente a someterse a la prueba. Esta es una de las muchas cuestiones éticas que se plantean en ámbitos como el de las neurociencias: que no es lícito introducirse en la intimidad de una persona sin su consentimiento expreso. Tampoco ante presuntos terroristas, un aspecto bien importante en la neuroseguridad.
Pero, ¿por qué entrar en el cerebro de una persona es introducirse en la intimidad? ¿Qué tiene de especial ese órgano, que la sola idea de trasplantar un cerebro nos parece inquietante, cuando ya se practican trasplantes tan complicados de otros órganos y otros miembros del cuerpo?
Según muchos investigadores, porque todos esos órganos son irrelevantes en comparación con el cerebro. Somos, dicen, nuestro cerebro. Él crea las percepciones, la conciencia, la voluntad, y tanto da que el cerebro se encuentre en un cuerpo como en un ordenador, porque él lo crea todo. Trasplantarlo no presenta más problemas que los técnicos, porque donde va el cerebro de una persona va esa persona. Así las cosas, según estos científicos, actuamos determinados por nuestras neuronas, de modo que no existe la libertad, sino que es una ilusión creada por el cerebro, como todo lo demás.
Tal vez las cosas no sean tan simples y por eso otros investigadores hablan del “mito del cerebro creador”, de que no es el cerebro el que crea nuestro mundo.
Regresando al caso del joven asesino, el médico que supervisó la prueba de la verdad aclaraba que la persona sometida a ella no puede mentir. Según él, las respuestas cerebrales son automáticas y no están condicionadas ni por la voluntad ni por la conciencia. De donde se sigue para cualquier lector que la voluntad y la conciencia, surjan de donde surjan, son algo distinto de las neuronas y tienen la capacidad de actuar suficiente como para modificar los mensajes automáticos del cerebro. Pueden inventar historias, tratar de ocultar los recuerdos impresos, interpretarlos de una forma u otra desde esa capacidad de fabulación que nos constituye como personas.
Parece que el enigma de la conducta humana sigue siéndolo, y que es necesario continuar las investigaciones desde el trabajo conjunto de humanistas y científicos, porque conocernos a nosotros mismos es la gran tarea que nos dejó encomendada Sócrates. Es ella misma un gran beneficio.
*Catedrática de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Valencia
Centro de Colaboraciones Solidarias