ollanta humala 97Por Gustavo Espinoza M. (*)

Una de las obras de Shakespeare que alcanzó más éxito en su momento, fue “La comedia de las equivocaciones”, escrita en 1591, publicada sólo en 1623 y antecedente directo del vodevil francés de siglos más tarde.

Aunque de un carácter doméstico, se vincula a hechos situados en la antigua Siracusa y es atribuida a personajes de la época. Hay que admitir, no obstante, que —como todas las buenas obras— conserva alguna vigencia y suele repetirse, con las diferencias del caso, en nuestro escenario y en nuestro tiempo.

Como dicen los estudiosos, la historia presentada por el Cisne de Avón, va entretejiendo hábilmente encuentros y desencuentros, añade toques de humor, pero sobre todo de enredo; incluye amores marchitos y hallados, engaños y sorpresas, acusaciones de locura y exorcismo. En la escena final, todo se resuelve, Egeón, el autor de los enredos y víctima de los mismos, es perdonado y se celebra una reunión festiva, un happy end tan común en el cine americano.

Lo curioso es que una de las conclusiones del autor, y que recoge en la boca de sus personajes, asegura que la  libertad desenfrenada, se castiga con la desventura. Y eso, que ocurre en la vida ordinaria, sucede también en la política, como resulta fácil constatar en nuestros días. Cuando se practica una libertad sin límites ni parámetros, luego se puede llorar la desventura. Veamos:

En los comicios presidenciales de 2006, la Izquierda Peruana buscó participar afirmando cada segmento su propio liderazgo. De resultas de esa voluntad, uno y otro marchó con su propio candidato. Susana Villarán, de Fuerza Social, obtuvo un 0,67%; Javier Diez Canseco, del Partido Socialista, un 0,54% y Alberto Moreno, de la alianza de “Patria Roja” con el PC, el 0.27%.

En total, esa izquierda junta y compuesta, logró obtener algo más de un 1.5% del total de los sufragios. Esto es algo que a muchos no gusta recordar, pero es verdad.

Humala, por su parte, alcanzó un 31% en la primera vuelta y un 47% en la segunda, en la que fuera derrotado por Alan García quien, con el apoyo de toda la derecha, juntó el 53% de los votos.

Quizá en procura de superar esa derrota traumática, el 2011, la Izquierda buscó marchar unida tras un solo candidato. No se puso de acuerdo en cuál sería éste y, como se había resquebrajado ya para los comicios municipales de 2010, no alcanzó finalmente a definir una propuesta. Puesta en el trance de no participar en los comicios, optó por buscar acuerdos con Ollanta Humala.

Es verdad que hubo por medio algunos documentos, propuestas y puntos programáticos; pero lo fundamental fue el entendimiento referido a las cuotas de Poder que se disputaban en esos comicios: cupos parlamentarios, ubicación en las listas  y puestos posteriores en la gestión del Estado.

Humala, hasta ese entonces, había ofrecido apenas un discurso de corte nacionalista, más bien patriótico y una cierta orientación democrática, pero tenía un pasivo cargado: era un militar sin experiencia política, carecía de ideología, no tenía partido, no disponía tampoco de un núcleo calificado de colaboradores. Era más bien una voluntad sobre la mesa, en una coyuntura ciertamente compleja de la vida nacional. Sin más posibilidad que arribar a ese puerto, la Izquierda —salvo “Patria Roja”— resolvió apoyarlo.

Ante sus bases —y a modo de justificar su decisión—, los dirigentes atinaron a asegurar que Ollanta era progresista, avanzado, nacionalista e  incluso izquierdista; y que impulsaría cambios de fondo que él mismo había denominado “la gran transformación”. Esta frase, por lo demás, estaba de moda por cuanto “Patria Roja” hablaba ya de una “gran alianza” para un “gran cambio”. Por lo menos en el lenguaje la distancia era corta.

Surgió así la candidatura de Humala como una suerte de “propuesta de la izquierda”, ante una derecha dividida, pero también acorralada y asustada que no atinó a otra cosa que a levantar el fantasma del anticomunismo más ramplón.

Para esa Derecha —Bruta y Achorada, como se le conoce aún (DBA)—, Humala pasó a ser “el candidato de los sectores radicales”, el “chavista”, la versión peruana de Evo Morales, el amigo de Cuba. Eso explicó, por un lado, el tipo de campaña que se hizo contra él desde “la prensa grande” e incluso la actitud del movimiento popular: si asustaba tanto a la DBA, debía ser —tenía que ser— radical, izquierdista y aún revolucionario. La comedia de las equivocaciones, de ese modo, se mostró en el escenario.

Los hechos confirmaron en su momento que Humala, realmente, no era, ni había sido nunca “de izquierda”. Desde que asumió su función gubernamental se perfiló como un pragmático, que busca simplemente administrar el país e “ir cambiando de a pocos” lo que pueda ir cambiando “para mejor”. Nada más.

En este contexto, algunos que elogiaron a Humala cuando estaba “arriba” en las encuestas hablan ahora contra él porque está “abajo”. Y se dan el lujo de atacar a quienes —sin respaldar al mandatario— advierten del peligro de su derrota, juzgándola como una carta que juega la derecha más reaccionaria.

Lo que ahora se vive es el desenlace de esta comedia extraña. En ella, Ollanta dice que está haciendo lo que puede. Los líderes de la izquierda dicen que los “traicionó” y la derecha dice que, aun así, no confía en él. En otras palabras, Humala quedó jugando solitario como en el viejo casino; y hoy la izquierda busca un nuevo acuerdo que le permita jugar una carta propia el 2016.

¿Qué se le puede criticar a esa intención sin duda unitaria? Lo más elemental: es que se persiste en la idea de promover una alianza de corte electoral, cuando lo que se impone en el país es un acuerdo político que una a las fuerzas más avanzadas de la sociedad. No es malo, por cierto, que exista un acuerdo electoral, pero éste debe ser —debiera ser— el complemento de un acuerdo político, y no un instrumento que lo reemplace. En otras palabras, lo que aquí cabe es construir una unidad política de las fuerzas progresistas que pueda proyectarse en todos los planos, incluso en el plano electoral. La unidad sin parámetros ni principios es la imagen de una libertad desenfrenada y acabará en una simple desventura. ¿Resulta difícil entender eso?

No debiera, ser difícil, pero asoma así porque cuando se hace una componenda de corte electoral sin considerar coincidencias políticas, se termina concertando alianzas con fuerzas disímiles e incluso encontradas: adversarios del proceso emancipador latinoamericano que hoy enfrenta en primera línea la agresividad imperialista, asoman liderando alianzas de izquierda que se proyectan como alternativa de gestión municipal, regional o incluso nacional.

Entre tanto —y eso es lo más grave—, en ciertos sectores de la izquierda aparece la tendencia a no hacer acciones políticas para “no romper” alianzas electorales. Por eso, la izquierda está virtualmente ausente del escenario social y la solidaridad corre a cargo de pequeños colectivos y redes de internet que se la juegan con riesgo propio.

Es bueno que se entienda la necesidad de forjar la unidad sobre la base de un acuerdo político que incluya un programa de acción concreta; que se organice a los estudiantes, trabajadores y campesinos, para que se proyecten en el escenario nacional; que se abra el interés de la gente al análisis y al debate de los problemas del país creando así las condiciones orientadas a politizar a la población; y que se alienten las luchas sociales en torno a demandas de corte patriótico, democrático y antiimperialista. Urge, en todos los casos, que jamás se pierda de vista cuál es el peligro principal que se cierne sobre la sociedad peruana y cuál el enemigo fundamental de nuestro pueblo.

Eso, que es una política leninista de acumulación de fuerzas, es, al mismo tiempo, una verdad de Perogrullo. Elemental, como dijera Sherlock Holmes a su querido Watson. Mirando eso, no habría pierde. La “comedia de las equivocaciones” no debiera repetirse.

(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera

http://nuestrabandera.lamula.pe


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