Escribe Joan Guimaray
¡Qué país es el nuestro! La malatía de la corrupción nos arrincona, la peste de la inmoralidad nos asfixia, la lepra de la conveniencia nos consume, el cáncer de la hipocresía nos atosiga y la plaga de Wuhan no cesa de sepultarnos.
No sé, si los Vizcarra y los Mazzetti estarán avergonzados. Ni sé, si los Astete y los Jarama estarán ruborizados. Tampoco tengo idea del color de rostro de los Málaga y los Varela. Mucho menos, imagino el tono de la cara de los Cachay y de aquellos otros, cuyos apellidos aparecieron en la fétida danza de la vacunagate. De lo que sí estoy seguro es, que cuando se tiene algo de dignidad, un poco de pudor, un tanto de decencia, es imposible no sentir el disgusto de la vergüenza ajena, cuando entre los nombres de los bribones emerge el propio apellido personal.
Eso me pasa a mí. Por eso, aún sigo con la erubescencia en el rostro. Todavía el color de la vergüenza no se me ha borrado desde que de esa larga y hedionda lista de vacunagate saltó ante mis pupilas, la identidad de un miembro de la ‘tribu Guimaray’, un integrante del mismo núcleo tribual. Vacunose bajo el protector manto de ‘entorno cercano’.
Es verdad que de esa ‘tribu’ soy distante, alejado y lejano, pero procedo de ella, provengo de sus entrañas, desciendo de su seno. Precisamente por eso, la aparición del nombre de uno de los nuestros en la relación de los pícaros, aún me tiene ruborizado. Y a pesar de que no lo conozco, y pese a que quizá ni él sepa de mi insignificante existencia, su desatinada osadía todavía me tiene sonrojado.
Es evidente de que el suyo, creo que sólo es un pecado por ceder a la tentación de preservar la vida y por miedo a la guadaña de la peste. Y, no lo digo por justificar su reprochable yerro de hedor indecente que ya es demasiado. Pues según lo detallado en la lista, la vacuna que le fue inoculada, fue por su condición de ser parte del ‘entorno cercano’ de alguien que sí padece de la enfermedad de la deshonestidad o de alguien que fatalmente es subnormal. Puesto que, sólo aquel que asila en su alma ese negro vicio de la impureza o aquel que tiene una capacidad intelectual inferior a lo normal, puede aceptar sin rubor ni escrúpulo, un irregular beneficio como el de vacunagate.
Aunque claro está, para ruborizarse hay que tener algo de vergüenza, para sentir escrúpulo hay que pensarlo un poco. Pero en este país indilectamente nuestro, casi ya nadie tiene vergüenza y hace tiempo que el acto de pensar se ha vuelto en una anormalidad. Por eso, la corrupción se multiplica, la podredumbre crece, la inmoralidad cunde. Y, no es aislada, apartada o esporádica, sino, generalizada, extendida y permanente. Ya casi no existe un sector, una institución o una entidad libre de ese hediondo vicio de la indecencia. Para muestra, ahí están: los Chavarry en la Fiscalía, los Hinostroza en el Poder Judicial, los generales gasolineros en el Ejército, los Alarcón y los Merino en el Congreso, los Mazzetti en el Ministerio de Salud, los Jarama en la cancillería, las señoras K y los Cositos en la política, las bandas uniformadas en la policía, y así, sucesivamente, los mamíferos euterios están en todos los sectores y roen por todas partes.
Pero no nos extrañemos. Todo lo que padecemos hoy, no es sino, el triste resultado de la que dejamos de construir. Es decir, la ciudadanía. Claro, no aquella que es estrictamente jurídica, ni esa otra que se adquiere sencillamente como gentilicio, sino, aquella que en el centro mismo de la conciencia se cimienta como una cualidad indeleble. Esa ciudadanía que inspira a valorar la democracia, la que suscita a cuidar los intereses de la República, aquella que despierta apreciar a la patria con el más elevado orden de los sentimientos.
Ésa, es la ciudadanía que dejamos de construir. Entonces, como carecemos de esa noble ciudadanía nacida de la razón y la moral, no tenemos ciudadanos, lo que abundan en multitudes son los cuasi ciudadanos chupópteros o semiciudadanos buscadores de la sinecura, y como consecuencia, sufrimos de la falta de republicanos, identidad superior de los ciudadanos, de aquellos que por sus convicciones, no dudan en anteponer y honrar los intereses de la República por encima de los suyos propios.
De modo que, no nos quepa la menor duda de que los repulsivos inverecundos que flotaron en el enjuague de la vacunagate, sean republicanos. Pues no. Ellos poseerán títulos de cualquier especialidad meramente utilitaria, pero el de ciudadano o de republicano, que es lo principal, no lo tienen. Acaban de demostrar que no albergan en sus oscuras mentes, esa noble idea de la República. Sino, pregúntenle a cualquiera de los cuatrocientos y tantos. Verán que palidecerán, empequeñecerán los ojos, simularán hacer esfuerzo por recordarla, y al final, no harán sino balbucear. Pues ellos, no son ciudadanos, ni son demócratas, tampoco patriotas, mucho menos republicanos. Apenas son parte de la inmensa masa de proficientes a quienes Alberto Vergara los llama generosamente ‘Ciudadanos’ sin república.
Así que, si carecemos de ciudadanos, es difícil que tengamos ciudadanía y es imposible que la función pública esté en manos de republicanos, aquellos que se conducen con rectitud y prudencia. Y, aunque siempre haya honrosas excepciones, ellos no serán suficientes para que los cargos públicos sean adecentados.
Entonces, los enjuagues, las danzas y las podreduras no tendrán fin. Incluso, no descarto que una y otra vez vuelvan a rozar la ‘tribu’ de la que vengo. Por tanto, a quienes aparecieron salpicados por la vacunagate, no cesemos de recordarles y señalarles, hasta que la vergüenza les devuelva el sano criterio. Y, no nos olvidemos, que de la peste de Wuhan nos salvaremos con la vacuna, pero de la pandemia de la corrupción no nos libraremos nunca, si perentoriamente no osamos retomar a aquella educación que despertaba la conciencia, desengañándonos de esta actual instrucción utilitaria a la que los idiotas de nuestra clase política creen que es ‘educación’.