Por Rubén Alexis Hernández
Cuando estoy con mi hijo pequeño es fácil darse cuenta de la hermosa inocencia de los niños, esa que por desgracia para la vida en el planeta no tenemos los adultos. Inocencia que se refleja en el constante sonreír, en la tierna mirada, en la ausencia total de maldad y en el permanente deseo de jugar; inocencia infinita que brota de cada poro de la piel de mi pequeño; inocencia que me hace recordar con nostalgia mi propia niñez. Tener la oportunidad de estar con mi hijo y poder jugar con él a las escondidas o a las encestadas, por ejemplo, es tan maravilloso y mágico que hace que valga la pena vivir, sólo para tener la oportunidad de seguir disfrutando de su compañía y de reír a su lado, al menos mientras aún conserva la inocencia.