Por Gustavo Espinoza M. (*)
En los años 70 del siglo pasado el mundo vivía convulsionado por la Guerra de Vietnam. El mismo escenario norteamericano parecía remecido por denuncias vinculadas unas a matanzas salvajes perpetradas por el ejército de los Estados Unidos en ese heroico país; y otras por el uso de agentes químicos y exfoliadores que contaminaban y envenenaban el aire, las aguas y hasta la vegetación, con un efecto que duraría varias generaciones.
En ese marco, América Latina adquiriría para la Casa Blanca una importancia particular. Debía ser una retaguardia segura y dócil para el Imperio en el caso de un agravamiento de una crisis signada por la “guerra fría”. Cuba era, a fines de los años sesenta, apenas una bandera enclavada en una isla y el símbolo de una dignidad a toda prueba, pero carecía de aliados firmes en un continente sometido a los dictados de Washington.
Fue allí cuando comenzó a virar la historia. En octubre de 1968 un grupo de militares patriotas liderado por el general Juan Velasco se hizo del Poder en el Perú. Dos años más tarde, en 1970, el pueblo de Chile colocaba en el gobierno al primer presidente socialista de nuestro continente, Salvador Allende. Inesperadamente, y por las rendijas, se colaba una otra experiencia: Bolivia. Juan José Torres, también valeroso uniformado, rompía los lazos que lo ataban a Yanquilandia, y marchaba por una ruta propia. La prensa “grande” hablaba ya de “los generales rojos”, y registraba la posibilidad de que extendieran su influencia en Uruguay, donde existía el Frente Amplio con Liber Seregni; Brasil con una tradición militar más bien radical que encarnó “el tenientismo” en los años 30; e incluso Argentina.
Surgió en ese periodo una figura geométrica en el corazón de Sudamérica. La administración norteamericana la calificaría como el “triángulo rojo”, y la “peor amenaza para la democracia continental”. Para “defenderla”, el Imperio ideó su estrategia. Ella nos deja lecciones que hoy debemos tomar en cuenta porque forman parte del “acumulado” de los pueblos en la región.
Los estrategas del Pentágono, puestos ante la tarea de desmontar cualquier proceso liberador en nuestro continente, hincaron, primero, una activa campaña de prensa, unida, luego, a un proceso de infiltración y penetración en cada uno de los escenarios de la lucha así planteada. Para estos efectos, el trabajo de la CIA resultaba indispensable. El objetivo era muy concreto: minar y desestabilizar cada uno de estos procesos, hasta derribarlos; y organizar, a partir de entonces, un nuevo modelo de dominación basado en las recetas de los “Chicago boys”, que no fueron sino precursores avanzados del esquema neoliberal que adquiriría fuerza poco más tarde.
Pero la táctica tenía una peculiaridad: atacar a estos gobiernos no solamente desde posiciones de derecha, como ya lo venía haciendo, sino desde “la izquierda”. Esto les permitía cuestionar el rol patriótico impulsado en cada país, y esconder propósitos, encubriéndolos tras una fraseología “radical”.
Una mirada a vuelo de pájaro sobre el territorio amenazado permitió a Washington darse cuenta de que de los regímenes progresistas instalados en esta región, el más débil era el boliviano. Derribar a Juan José Torres le resultaba fácil por varias razones: pocos antecedentes positivos en la fuerza armada, desconfianza de la población civil después del asesinato del “Che”, precariedad de convicciones por parte del núcleo militar. Una tarde bastaba para acabar con eso. Y así ocurrió.
Más pronto de lo previsto, en efecto, una recomposición de posiciones en el interior de las fuerzas armadas del país altiplánico permitió demostrar que el general Torres estaba virtualmente aislado, que nadie lo secundaba en el generalato y que su respaldo ciudadano era insuficiente. Echarlo era fácil. Y así lo hicieron en junio de 1971.
Lo de Chile era más complejo, pero no había elección. En el país del sur lo que había era un masivo apoyo popular al gobierno de Allende, pero no capacidad de confrontación a niveles más altos. Se requería, entonces, organizar, a la sombra de la estructura militar, un golpe que diera al traste con todo lo existente. Para tornarlo victorioso se requería una represión desenfrenada e inmisericorde. Y así se hizo. Fue el sangriento 11 de septiembre del 73, que estremeció al mundo y se proyectó en el tiempo.
En el Perú, la cosa era más complicada porque no se trataba de un proceso rutinario sino de una experiencia inédita. Pretender el derrocamiento de Velasco y fracasar en el intento podría ser fatal para el Imperio. Incluso, matar a Velasco —como se buscó en su momento— resultaba oneroso. Y es que no era Velasco, sino la Fuerza Armada el objetivo. Si Velasco caía o moría, podrían surgir nuevos “Velascos” en la fuerza armada peruana, e incluso crecer como una metástasis ese proceso extendiéndose rápidamente a otros países de la región. Después de todo, la Fuerza Armada no era cualquier cosa. Un golpe a ella podría desencadenar una hecatombe para la dominación yanqui en el Perú y América. Acosarla, de hecho, era jugar con fuego.
Desmantelar el proceso peruano era articular una operación delicada. Requería actuar con la misma destreza con la que se desactivaba una bomba de alto poder explosivo: pieza por pieza y con extremo cuidado.
Por eso buscó, primero, desacreditar a Velasco presentándolo como un militar grosero, inculto y torpón, incapaz de dirigir el país. Luego, introducir una cuña en el interior de la Fuerza Armada, contraponiendo en primera instancia a cada una de las armas: el ejército, la marina y la fuerza aérea. Después, engendrar rivalidades en el ámbito castrense alentando en unos la vanidad nunca dormida y en otros la ambición siempre despierta. Cuando eso asomaba ya casi concretado, intentaron —desgraciadamente con éxito— amagar la unidad del núcleo militar efectivo dividiéndolos entre “La Misión” y “El Equipo” y hasta romper el lazo que unía a Velasco con los coroneles que lo acompañaron el 68. Todo eso, promoviendo a ruptura del binomio Pueblo-Fuerza Armada, tan laboriosamente construido. Para todos esos efectos, la campaña anticomunista y la ofensiva contra la CGTP y la izquierda que respaldaba los cambios era decisiva.
Una vez desplazado Velasco —agosto del 75—, vino la segunda etapa de la estrategia: impedir que se repita la experiencia. Para eso era indispensable cambiar da raíz a la Fuerza Armada eliminando todo vestigio progresista en su seno. No bastaba depurar, había que transformar la institución castrense. Se dio inicio, entonces, a un proceso que anidó tres propósitos: Levantar una amenaza inmensa que intimidara a la sociedad peruana y desprestigiara el ideal socialista; golpear a los trabajadores y al pueblo para neutralizar la voluntad de la población; y fascistizar a la Fuerza Armada en todos sus niveles.
Para el primer propósito, Sendero Luminoso jugó un rol decisivo. Existente como una pequeña estructura terrorista, fue amplificada como una organización capaz de volar torres de alta tensión, fabricar coches-bomba, dinamitar edificios, apagar ciudades, tomar aldeas, secuestrar personas, cometer crímenes masivos, sembrar terror desenfrenado. Y todo eso en nombre del “socialismo”, con la hoz y el martillo como símbolo y el membrete del PCP.
En ese esquema, muchos de los atentados y acciones terroristas atribuidas a Sendero Luminoso fueron obra directa de la Fuerza Armada. Y esa ejecutoria se extendió a las masacres consumadas contra las poblaciones campesinas en el interior del país. Ellas, adjudicadas al “terrorismo”, no fueron sino viles matanzas efectuadas por una fuerza armada en proceso de fascistización.
En “los años de la violencia” —sobre todo entre 1980 y el año 2000— se consumó todo tipo de violaciones a los derechos humanos: desapariciones forzadas, privaciones ilegales de la libertad, ejecuciones extrajudiciales, tortura institucionalizada y habilitación de centros clandestinos de reclusión fueron la nota predominante en un periodo en el que cada año un promedio de 600 mil peruanos fueron detenidos y violentados. Con esa política, lograron paralizar el cuerpo social e impedir una respuesta a los latrocinios consumados contra el pueblo. Y el proceso de fascistización de la fuerza armada coronó esos esfuerzos. 12,000 oficiales fueron enviados a las aldeas para torturar, matar, violar y saquear, bajo el pretexto de “combatir la subversión”.
El tinglado de terror así montado tenía un propósito: imponer el modelo neoliberal tanto en el plano económico como social. La dictadura de Fujimori fue el instrumento decisivo para ese efecto.
Esa fue la estrategia del Imperio en los años 70 ¿Tiene algún parecido con la que se impulsa hoy para dar al traste con el precario y frágil proceso peruano? Saque Ud. mismo sus conclusiones.
(*) Del Colectivo de Dirección de Nuestra Bandera
http://nuestrabandera.lamula.pe
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